El independentismo catalán no juega limpio, básicamente, porque desprecia a la mitad de la población que vive en esa comunidad autónoma. No hay ninguna voluntad de integrar a la otra parte, sólo de imponerle unas tesis y al precio que sea.

Ahora están en una semana movida por el altavoz que les proporciona la próxima presencia del Rey, el jefe del Estado, y de dirigentes políticos de todo signo para homenajear a las víctimas de un atentado salvaje, hace un año, el de los yihadistas instalados en la región.

El boicot que preparan, posiblemente, sea lo de menos, una vez más: será ruido, previsible siempre en una mente más obcecada por su visión particular de la realidad frente a la realidad universal, la que une a todos menos los terroristas.

El debate más profundo en esa región -y más doloroso- es cómo es posible, en pleno siglo XXI, que una mayoría que grita desprecie a la otra mayoría, pero silenciosa (también harta). No es sólo una cuestión de aplastar la legalidad vigente, sino de ser un hervidero de mentalidades peligrosamente totalitarias. Máxime, cuando esas iniciativas parten del que gobierna, siempre llamado a unir, porque gobierna para todos, menos en Cataluña.