Estamos en capilla. Es decir, en vísperas de intentar alcanzar un acuerdo sobre la futura Constitución europea. Ya lo ha dicho José Luis Rodríguez Zapatero: eso de que Mariano Rajoy no le apoye es una "desfachatez", que no tiene nombre. Es muy impertinente este gallego. Aunque la verdad es que lo único que le preocupa a Rajoy, centro reformista él, es el poder que España va a tener en la propia Constitución.
Porque la batalla es entre creyentes y laicistas, entre cristianos y cristófobos. Por eso aparece, por ejemplo, Gregorio Peces-Barba, al que algún cura, cuando era pequeño, debió jugarle una mala pasada, y ha aprovechado el resto de su vida para ajustar cuentas. Por pura casualidad, el ex presidente del Congreso y asesor de Zapatero, el hombre para el que Felipe González hizo una universidad pública (la Carlos III, ya saben, el muy ilustrado monarca), cuyo Rectorado no está dispuesto a abandonar hasta que el monarca que le da nombre abandone su tumba, ha elegido El País para publicar otra arremetida contra el lamentable confesionalismo que nos asola. Esta vez a cuenta de la "la Boda Real y la Constitución". Supongo que no es necesario aclarar que hablo de la boda del Príncipe Felipe y doña Letizia y de la Constitución española de 1978.
Porque, sépanlo de una vez, don Gregorio, invitado a la ceremonia, está muy preocupado por la "racionalidad de la Monarquía" (sic). Y es que claro, no sé si saben que la Constitución es laica (es decir, que no fue hecha por curas ni por sedicentes de ningún otro tipo) y, por tanto, la Monarquía (que también es laica) debería haber realizado una ceremonia laica y no religiosa. Don Gregoroio no piensa llevar a doña Letizia al Constitucional por haber elegido el matrimonio canónico, porque no es un radical (de hecho, don Gregorio es cualquier cosa menos radical), sino un hombre tolerante, pero desearía que las cosas hubieran sucedido, ¡ay, dolor!, de otra forma. Él hubiera deseando una boda de Estado: "A mi juicio, la situación protagonista de la Iglesia Católica y la oportunista intervención de la Jerarquía en la persona del cardenal Rouco Varela han sido las que han contrastado, por su planteamiento, con el necesario sentido público de una boda de Estado".
Lo he dicho siempre: Lo que tenían que haber hecho don Felipe y doña Letizia era contraer matrimonio civil en la Audiencia Nacional, con Baltasar Garzón, un hombre laico, como oficiante. ¡Y es que monseñor Rouco se las trae! Con decirles que allí mismo, en la Catedral de La Almudena, delante del laico Gregorio, se lanzó a hablar sobre la indisolubilidad del matrimonio, la apertura a los hijos y otros puntos ferozmente clericales, nada laicos y muy, muy, pero que muy oportunistas. En cambio, Garzón les habría hablado de la extraterritorialidad, de los espantosos crímenes de Augusto Pinochet, al tiempo que les hubiera hecho besar la Constitución, que es lo suyo, y les habría apuntado a una ONG. Luego, les hubiera regalado una recopilación de los artículo de Paco Umbral y el Aranzadi, colección completa, de todo el periodo democrático, desde 1978 a 2003, más la colección entera de los artículos publicados por don Gregorio en El País, acerca de bodas reales y la Constitución española. Eso sería una boda laica, y no el montaje de Rouco, que, como creo haber dicho antes, es un hombre poco laico.
Pero no se crean. Como buen laico, Goyo Peces Barba, no se ha fosilizado. Ha evolucionado con el tiempo. Por ejemplo, en 1973, con el Innombrable aún en el Palacio de El Pardo, se dedicaba a editar, al alimón con Liborio Hierro, los textos básicos sobre Derechos Humanos. Y en ellos incluía, por ejemplo, la Declaración de Virginia, de 1776, más conocida como la Declaración de Independencia norteamericana, donde, entre otras cosas, se dice: "Sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador, de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".
Esto me ha sobresaltado, pero, sin duda, la incorporación de este texto se debió a la mano de Liborio Hierro, que era un poco clericalón y probablemente más carca que don Gregorio.
Mientras tanto, todavía hay quien se preocupa de una serie de cuestiones más profundas. En el diario El Mundo (miércoles 16 de junio), me topo con un artículo de Rafael Navarro-Valls, secretario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, titulado "¿Cabe Dios en la Constitución europea?". Hombre, uno diría que el problema debería plantearse a la inversa (no a la invertida, oiga, pero sí a la inversa), porque vaya porquería de Dios sería el que cupiera en cabeza humana o en texto legal alguno. No, el problema es si cabe la Constitución Europea (que, a pesar de su entusiasmo, no se llamará Constitución Zapaterista) en Dios. Navarro Valls recuerda a quien quiera escucharle, por ejemplo a don Gregorio, que "los derechos del hombre no comienzan con la Revolución Francesa, sino que hunden sus raíces en aquella mezcla de Cristianismo y hebraísmo que configuran el rostro económico y social de Europa".
Por decirlo de otra forma, todavía recuerdo aquella intervención del correligionario de Peces-Barba, el periodista Eduardo Sotillos, quien, en Televisión Española, afirmó aquello de que con la "revolución francesa comenzó el pensamiento". No, nombre no, el hombre comenzó a ser libre el día en que supo que era hijo de Dios, o al menos criatura del Creador. Por eso, el bueno de Gregorio no entiende el clericalismo.
En otro orden de cosas, ahora que el laicismo se lanza a la yugular de la Cristiandad, ¿dónde están todos aquellos profes, convenientemente enjaezados con sus arreos académicos, que acudieron a encontrarse con el Papa Juan Pablo II en la Universidad Complutense de Madrid? ¿Sólo queda Navarro Valls para defender no el confesionalismo, sino el sentido común? Porque el próximo el próximo viernes, si los lídres europeos llegan a un acuerdo, y todo parece que van a llegar, la futura Constitución europea refrendará una Europa alejada del Cristianismo que la fundó. A pesar, todo hay que decirlo, de que Gregorio no haya conseguido que Garzón casara a doña Letizia.
Uno diría que el ideal del laicista Gregorio Peces-Barba, consiste en que el Gobierno se convierta en Conferencia Episcopal, los ministros adopten el báculo episcopal, los jueces confiesen a los penitentes y sus Señorías dictaminen los artículos del Credo (figúrense, el de Nicea lleva 1.700 años de vida y nadie le ha dado un repaso. Y es que la Iglesia no se renueva). Los laicistas no quieren expulsar a la Iglesia de la Vida Pública y del Estado, lo que quieren es hacer del Estado la única Iglesia vigente y de los políticos la única verdad revelada.
Y es que a los laicistas de hoy les pasa lo mismo que a los ateos de ayer. Como afirma Jean Guitton, "lo que el ateo niega no es la existencia del arquitecto del principio supremo sino la creencia de un ser que se interesa por cada uno de nosostros, que nos ama". Tuve la oportunidad de vivir en primera persona esta reacción, cuando un compañero periodista me comentó tras haberse leído mi libro "Por qué soy cristiano y, sin embargo, periodista": "Me parece muy bien todo lo que dices pero yo no me puedo creer que Dios esté pendiente de mí".
Eso sí, hay una pequeña diferencia entre un ateo y un laicista, en beneficio del primero. El ateo se siente desamparado. El laicista también, pero emplea su tiempo vacío en fastidiar a la Iglesia. No sé si la terapia funciona pero es muy practicada.
Es igual, que se fastidien. Doña Letizia, una mujer moderna, se casó por la Iglesia y escuchó el sermón del "oportunista" Rouco.
Eulogio López