El 11 de marzo las instituciones enviaron una legión de psicólogos a atender a los familiares de las víctimas. Los muertos ya no sufren, los heridos están preocupados por sobrevivir o por superar el dolor físico, pero los familiares sufren anímicamente: se sienten ofendidos, humillados y con la presencia de los suyos arrebatada o en peligro.

Seguramente lo hicieron muy bien. Entre otras cosas porque, como describía su cometido uno de ellos, "estamos con ellos. Si quieren una tila se la traemos. Estamos pendientes de lo que nos pidan. Nos lo piden y nosotros lo hacemos". Es decir, estaban con los que sufrían: o les acompañaban en su soledad, simplemente estando, o les aliviaban con lo que necesitaban o creían necesitar. A eso lo llamo yo diez sobre diez.

Pero me temo que esto psicólogo de batalla no es el psicólogo de referencia, en una disciplina científica o actividad profesional que amenaza con llenarlo todo. La psicología predominante es la del viejo chiste, la de aquel tipo que a los 40 años aún se orinaba en los pantalones y un amigo le envía al urólogo para curar su incontinencia. Y el tipo le oye mal y en vez de al urólogo se va al psicólogo, que naturalmente le pone en tratamiento. Y cuando el paciente vuelve a encontrar a su amigo le dice muy contento: "Yo ahora me lo sigo haciendo en los pantalones igual que antes, pero ya no me importa".

Porque hoy el peligro de la psicología no es Freud, aquel hombre de mente sucia en el que ya no cree ni Woody Allen, sino la psicología obsesionada con que del mundo entero desaparezca el sentido del pecado, con anular cualquier sentimiento de culpa. Y de este modo, le han quitado a la humanidad las dos grandes virtudes exhibidas por los psicólogos del 11-M: la vocación de servicio a los demás y la afición a compartir el dolor como medio de repartir un poco el dolor entre la víctima y su consolador.

Y el asunto tienen su enjundia, porque el problema de eliminar el sentido de culpa es que, con él, también eliminas la justicia y el mérito. Si el pecado no existe, tampoco existe la justicia. Es así de fuerte y así de duro. Es el punto de vista humanitario de los psicólogos. Ahora bien, desde el punto de vista humanitario, ni existe el pecado ni existe el defecto, el criminal es un enfermo y el enfermo no merece castigo sino terapia. El británico Clive Lewis lo explicaba así de bien: "Observemos cómo podría funcionar la actitud humanitaria hacia el criminal. Si los crímenes son enfermedades, ¿por qué habría de tratar las enfermedades de distinta forma que los crímenes? Y ¿quién, salvo los expertos, pueden definir la enfermedad? Una escuela de psicología considera mi religión como neurosis. Si esta neurosis llegara a ser alguna vez molesta para el Gobierno, ¿por qué habría que impedir que se me sometiera a una "cura" obligatoria? Podría ser doloroso –los tratamientos lo son a veces- pero sería inútil preguntar: "¿Qué he hecho yo para merecer esto?". El encargado de enderezarnos podría responder: "Pero, mi querido amigo, nadie le culpa. Nosotros no creemos ya en la justicia distributiva, y lo único que hacemos es curarle"".

Se lo pongo más sencillo. Mi suegra acudió un buen día a una asociación cultural de viudas (no hay asociaciones de viudos, sólo de viudas, por la misma razón por la que en las esquelas siempre aparece lo de "su apenada esposa", nunca su apenado esposo) en la que, además de espléndidos viajes por el mundo, también asistían a las charlas de una psicóloga. Al parecer, según relata la interesada, todo el interés de aquella profesional consistía en repetirles a las viudas presentes que pensaran en ellas y dejaran de preocuparse por sus hijos, que ya tenían su vida. Ellas ya habían hecho un esfuerzo por criarles y colocarles de pie en el mundo. Ahora tenían que pensar en ellas mismas. Cuando repitió por tercera vez que sólo debían pensar en sí mismas, aquella mujer, acostumbrada a vivir pendiente de sus hijos, abandonó la sala y la asociación para nunca más volver.

Y es que con la virtud del servicio a los demás ocurre lo mismo que con cualquier otro defecto o virtud: también es un hábito, e incluso, aunque los moralistas manifiesten lo contrario, de crear una espléndida adicción.

                                                   Eulogio López