El bueno de Simón Pedro se había liado a bofetadas con el siervo de una importante familia sacerdotal jerosolimitana, de cuyo nombre no quiero acordarme. El galileo era valiente pero aquella vez no había salido victorioso. Nada más comenzar la refriega uno de aquellos gañanes había conseguido derribarle, se golpeó en la clavícula y ya no pudo incorporarse. A partir de ahí, aquel pío sirviente le había molido la espalda a patadas y, para rematar la faena, le había pisado la cabeza.   

Pedro se retiró con más humillación que dolor y sin poder reprimir su deseo de venganza. Y lo peor era que no tenía muy claro el porqué se había enzarzado a mamporros. Aquellos miserables le habían tildado de majadero por seguir al Nazareno pero Simón no tenía muy claro si se había pegado por Él o por él, por el honor del Maestro o por la ofensa recibida, por su propio orgullo herido.

Cuando se enteraron los apóstoles, se sintieron desilusionados. Aquella máquina de carne hecha fibra, al que el Maestro había convertido en jefe del clan, había sucumbido ante un vulgar barbián y eso no era bueno para el prestigio del colegio apostólico. Los juicios de los hombres son así de primitivos: el jefe había perdido su autoridad. Si al menos hubiera ganado y luego se hubiera arrepentido de la victoria… Vamos que si uno se lía a tortas hay que ganar la trifulca.

Jesús nada había dicho, aunque los doce sabían que, como siempre, conocía todos los hechos. Mi Señora Miriam, también como siempre, nada le reprochó, pero le extendió aceite por las partes más doloridas, con una sonrisa en los labios y sin pronunciar palabra.

Ya se había congregado bastante gente en aquel páramo, al oeste de Jerusalén, junto al camino del mar, cuando Jesús, llegado de nadie sabía dónde, se encaramó a un peñasco y se dirigió a la multitud con aquella vocalización suya tan perfecta que le hacía inteligible a gran distancia, y con aquella voz serena, dotada de autoridad, que provocaba un silencio entre la turba que ni el viento osaba profanar. Y claro, se le oía muy bien:

-Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: no repliquéis al malvado; por el contrario, si alguien te golpea en la mejilla derecha, preséntale también la otra.

Santiago Zebedeo, el intelectual, pensó que se trataba de una metáfora. Caramba, aquello de no resistir al mal, y lo de poner la otra mejilla, parecía cosa de locos. Aún no era lo suficientemente sabio, sólo intelectual, para darse cuenta de que el Maestro era el único hombre que jamás empleaba metáforas, aunque el infinito encerrado en una corteza finita necesariamente debía moverse en el misterio o contar historia alegóricas para conseguir que los humanos le entendierais.

El resto de los apóstoles, sentados en semicírculo en la primera fila,  siempre alrededor del Maestro, no pudieron evitar una furtiva mirada a Simón, quien se palpaba eso, su propia mejilla. Tobías, el impertinente muchacho aguador que siempre les acompañaba en Jerusalén, no pudo reprimir la gracieta:

-Pedro, tú ya lo has hecho, ya has puesto la otra mejilla.

Simón Pedro nunca se hubiera permitido interrumpir al Maestro para arrearle el merecido pescozón al pequeño Tobías. De esa tarea se encargó Juan. De hecho, todos los apóstoles competían en ensayar gestos ostensibles, para que quedara claro que ellos no se burlaban de su jefe de filas. La decepción es una cosa, la mofa otra bien distinta.

Apenas una semana antes, el Maestro había llevado hasta el final su dictamen sobre el pescador de Cafarnaúm: tras confesarle Pedro como Hijo de Dios, Jesús, ante el asombro de toda la cofradía, había otorgado a Pedro poder sobre "el Cielo y la Tierra". Ninguno de los presentes sabía concretar los límites de ese poder pero las palabras del Ungido demostraban que las competencias de Pedro eran inmensas. Si el pescador Simón no era el Rey, al menos se le había otorgado el título de Príncipe heredero. Y ahora resultaba que un siervo le había dado una tunda y le había ridiculizado. ¿O es que se trataba de que había puesto la otra mejilla? Pero resultaba difícil de aceptar que Pedro se hubiera dejado pisar para cumplir el precepto del Maestro.

Mientras, el maestro continuaba hablando:

-Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.

Parecía claro que el Maestro, una vez más, dejaba anticuado todo lo aprendido:

-… porque si amáis a los que os aman, ¿qué hacéis de más? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos?

Fue en ese instante cuando Mateo dio un brinco. Diréis que es imposible dar un brinco cuando uno está sentado. Pues Mateo lo dio, y perceptible. Lo puedo demostrar científicamente, dado que el publicano del Colegio apostólico saltó unos cuantos centímetros sobre sus apostólicas posaderas en dirección al infinito, para regresar de inmediato al suelo. Un cronista deportivo hubiera aclarado que la presión sobre Pedro se había relajado. Dejó de ser el centro de atención y Juan se apresuró a poner una mordaza en la boca al incontinente Tobías.

-… y si saludáis solamente a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de más?

Con su superficialidad habitual, los príncipes de la Iglesia ya empezaban a relacionar las palabras del Maestro con la paliza recibida por Pedro, cuando éste abandonó el Grupo.  

El Maestro no se inmutó. Continuó hablando a la multitud, en un discurso no apto para rencorosos, es decir, conociendo como conozco a la raza humana, palabras sólo aptas para amnésicos y difuntos.

Cuando terminó de hablar sucedió lo habitual: ante él se formó una cola interminable. Todos sabían que iba para largo, porque el Maestro no se conformaba con curar enfermos y expulsar demonios sino que les animaba a contarles lo que les ocurría o, cuando eso no era posible, hacía que sus acompañantes hablaran por ellos, lanzaba pullas a los apóstoles… Parecía que no tuviera nada que hacer salvo escuchar y consolar. No sólo realizaba milagros portentosos sino que, encima, los ejecutaba con alegría. Como si sanar a un cojo o devolverle la cordura a un loco fuera lo más divertido del mundo. Al final, mientras mi Señora Miriam preparaba la cena, Natanael, siempre directo, se acercó al Cristo:

-Pero Señor, poner la otra mejilla es cosa de cobardes. Las causas justas hay que defenderlas.

-¿Tú crees?

-Claro. Nos pides que amemos al prójimo…

-Y encima –terció Judas, el Iscariote, siempre interesado en aclarar la letra de la ley- dices que todos los hombres son nuestros prójimos…

-Incluso las mujeres -precisó el maestro.

-No lo comprendo Rabí –insistió Natanael, cuya sinceridad le convertía en el más ecuánime del grupo-. Bien está no dejarse llevar por la violencia pero si te agreden debes responder, no puedes ofrecer la otra mejilla para que te golpeen de nuevo.

A Simón le llamaban Zelotes, por su antigua pertenencia a un grupo especialmente celoso de la ley mosaica, que interpretaba en sentido nacionalista y como manual de rebelión contra Roma. Y también cananeo, aunque todavía no me he entrado si por el origen de sus ancestros, asimismo anti-romanos. Y a Simón le gustaba ser riguroso:

-Pero la respuesta, Natanael, ha de ser proporcionada a la agresión.

-Eres un buen jurista Simón –matizó el Maestro – en aquel tono en que todos percibíamos su irrefrenable ironía- pero es que yo no me conformo con que os convirtáis en escribas, lo único que os pido es que seáis perfectos. Una nimiedad de nada y ya estáis protestando.

-Pero es legítimo defenderse. Además, la cobardía no puede ser una virtud.

Entonces se oyó desde atrás, la voz tonante de Pedro:

-¡Te equivocas Natanael! Los judíos –Pedro aún hablaba del pueblo elegido por Dios, preámbulo de los cristianos- debemos ser valientes, sí, y la cobardía no es sólo  un defecto: es mucho más. Sin valentía, ninguna virtud es virtud porque fallaría en el momento de la prueba. Lo que el Maestro nos quiere decir es que se precisa mucho más coraje para no responder a la agresión que para responder. Y se necesitan más agallas –recalcó el rudo pescador del lago- para no responder al golpe que para hacerlo. Y se necesitan muchos más redaños para renunciar a la defensa que para organizarla. Créeme, la valentía física no es más que una mera cuestión de hábito en el uso de los puños.

Todos los presentes le miraban alelados. Nunca habían oído a hablar a Pedro con semejante autoridad. El maestro no le cortaba…

-Créeme, Natanael, las trompadas van y vienen, pero los valientes son los capaces de morderse la lengua ante la injuria y buscar la reconciliación tras la ofensa. Además, nuestro coraje debe ser el de la palabra: no renunciar nunca a decir la verdad pero no imponerla por la fuerza. Las reglas del juego están muy claras.  

Luego, lanzó una mirada furtiva hacia Jesús y, dirigiéndose a Simón el Cananeo, remachó:

-Creo que el Maestro nos pide lo máximo… como siempre. Creo que lo que nos quiere enseñar es que entre matar y morir, siempre debemos optar por morir antes que por matar. Y ese es el acto supremo de coraje. Otra cosa es que seamos capaces de hacerlo con nuestras propias fuerzas.

Luego, en uno de sus gestos más característicos, se encogió de hombros y concluyó:

-A fin de cuentas, al hombre le está prohibido matar porque, después de hacerlo, no puede devolver la vida.

Todos, incluido yo, que no puedo hablar sino pensar, nos quedamos mudos. Luego miramos -aunque uno no puede mirar- al Maestro, quien dirigía a Pedro una sonrisa que iba más allá de la aprobación: era el sano orgullo del padre que contempla los frutos de su enseñanza en el hijo. Simplemente observó:

-Y yo no tengo nada que añadir. Sólo pediros que estéis siempre atentos a la palabra de vuestro superior. Bueno sí -se corrigió- añadiré algo: que cuando llegue el momento, penséis en las palabras de Pedro, porque eso es justamente la tarea que el Padre me ha encomendado.

La expresión de perdidos en el espacio que exhibía la concurrencia, todos, incluido el aludido Pedro y con la excepción de mi Señora Miriam, resultó todo un poema: ¿a qué se refería con aquel "cuando llegue el momento"?

Unos 2.000 años después, un instante en el inexistente calendario angélico, un hombre, un tal Clint Eastwood, que adquiriría cierta fama como actor, lanzo una película que llevaba por título El Gran Torino. El protagonista, que no era muy pío, se enfrenta a una situación injusta que sólo puede afrontar matando a su enemigo, en perfecta y legítima defensa, pero, hombre valiente como era, cae en la cuenta de que, para detener la espiral del odio, solo puede realizar un acto libre: elegir entre el papel de víctima o el de verdugo. Papel de víctima que, para un hombre justo, siempre significa el sacrificio por alguien, no por puro masoquismo. Es decir, cae en la cuenta de las palabras de Pedro: debe elegir entre matar o morir. Y elige.

Llevo miles de años observando a los hombres. Al final, resulta que, a lo largo de la historia, de la historia de la raza humana, en cualquier sociedad, en cualquier cultura, en cualquier época, todo hombre debe optar entre dos condiciones: la de homicida o la de mártir. Y un cristiano sólo puede optar por el martirio. El resto, la fortaleza para ejecutar su elección, la pone Cristo.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com