Sr. Director:
Si Mia Farrow fuese propietaria de un restaurante, no debería extrañarnos que no quisiera que su ex-marido, Woody Allen, y la hijastra de ambos, Soon-Yi, celebraran en su casa su banquete de bodas. Y eso que según la ley ambos tenían derecho a casarse; pero claro, también Mia Farrow (y tanta gente) tiene derecho a que les resulte moralmente inadmisible esa relación y su fiesta. Para eso existe, entre otras cosas, el derecho de admisión.
No querer acoger en su casa comercial la celebración de la unión entre personas del mismo sexo no es una negativa injustificada a satisfacer las demandas del consumidor; está justificada por el derecho a no violentar las propias convicciones personales. Si no admitimos esto ¿existe todavía el derecho constitucional a la objeción de conciencia o es papel mojado? ¿O es que vamos a tener que decir todos, al dictado, que es bueno tener relaciones homosexuales y festejarlas?
El Rey animaba a los españoles en Navidad a no renunciar a nuestras propias convicciones. No tengo inconveniente en hablar con quien sea, escuchar sus razones, dialogar, pero no voy a hacer la hipocresía, simulacro de tolerancia, de decir con falsedad, bienvenidos a la fiesta. Por eso, aunque no vivo en Madrid, ya tengo un restaurante favorito en la capital: uno que, en esta época más materialista que idealista, renuncia a dejar de ingresar euros a cambio de tener convicciones. Un empresario que recibe una sanción del ayuntamiento del PP por tener conciencia y actuar conforme a ella.
Santiago Chiva de Agustín
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