Tenía dos objetivos: el uno, conocer la vieja ciudad, hoy en ruinas, de Corinto, asomada sobre una colina, más que nada porque lo más granado de la producción del amigo Pablo, las dos cartas a los Corintios, habían sido dirigidas a aquellos cabezas huecas. La guía me señaló con un dedo desmayado la posición y no dijo una palabra. Al parecer, la geografía paulina no tenía mucho interés para ella. Por contra, la cultura micénica y cosas así, constituían la razón de existencia.
Pasado al Estrecho de Corinto llegamos al Mediterráneo más oriental. Frente aquellas aguas donde se libró, un 7 de octubre de 1571, hace 440 años, se libró la batalla de Lepanto, en la que la escuadra aliada -España y un par de ciudades-Estado italianas, más los Estados pontificios- derrotó al turco y consiguió que el Mediterráneo dejara de ser un charco otomano infestado por los esclavistas. Don Juan de Austria consiguió, sobre todo, que el mar dejara de ser el vehículo del Imperio turco, uno de los más cabrones de toda la edad moderna, además de vía de entrada de los musulmanes más fanáticos para conquistar la Europa cristiana que era, y continúa siendo, su gran obsesión.
Pues bien, ¿saben cuánto espacio dedica Wikipedia -el reino de lo políticamente correcto- a tan deslumbrante episodio histórico, en idioma castellano, dentro de la voz Lepanto, a la batalla del mismo nombre? Lo mismo que mi guía griega: una línea. Véanlo.
Y tan sólo para comentar que en ella participó Miguel de Cervantes, porque, al parecer, el autor de Don Quijote todavía no ha sido marginado del censurado elenco de autores correctos, aunque todo se andará.
El personaje de Lepanto no es el genio Cervantes sino el soldado Juan de Austria. Pero la gesta juanista no ha sido cantada por español alguno sino por el británico Chesterton, que compuso su mejor poema épico sobre esta batalla. Nunca agradeceremos bastante a la editorial Renacimiento (¡Tres hurras por las pequeñas editoriales!) su espléndida traducción del poema. Porque en Lepanto lucharon el bien y el mal y vencieron los buenos.
Don Juan de Austria, a quien Chesterton se empeñaba en unir en matrimonio, con unos cuantos siglos de retraso, con la reina de Escocia, María I Estuardo, era un caballero cristiano. No un santo, precisamente, pero un hombre noble y justo que luchó por su ideales y arriesgó su vida por la libertad de los demás. Uno de esos tipos que dio significado a la Hispanidad, que siempre se ha caracterizado por el sentido de igualdad de todos ante la ley de Dios. Lógico, hijos de un mismo padre, el español no admite otros títulos que los del mérito.
La victoria de Lepanto se encomendó a la Santísima Virgen. Y la Virgen triunfó. El 7 de octubre ha quedado así grabado en la cristiandad como la Fiesta del rosario y todo el mes como el mes de la oración preferida por María. Naturalmente, no será el Gobierno Zapatero, el guardián de la Alianza de Civilizaciones, quien recuerde Lepanto, un hecho militarista y lamentable. Precisamente, en la mañana del miércoles, la ministra de Defensa, inefable Carme Chacón, junto al maleable ministro de la Presidencia, Ramón Jáuregui, nos explicaba que ya era hora de celebrar una Fiesta Nacional (12 de octubre) más civil "y no exclusivamente militar". El hecho de que la parada militar de la Fiesta Nacional fuera siempre una apoteosis del abucheo a Zapatero no tiene nada que ver con la 'civilización' de la Fiesta Nacional prescrita por el Gobierno saliente.
Lepanto es una gloria de España, por eso los españoles no sólo no la celebramos, sino que la ocultamos. Somos así de idiotas. España paró a los árabes en el este y en el oeste, en Lepanto y en la península ibérica desde Covadonga hacia Tarifa y los expulsó de Europa. Una gloria de la tierra de María solo superada por la cristianización del nuevo mundo, hoy el continente con más cristianos del planeta. Y por último, España paró la revolución leninista en el sur de Europa, durante la cruel guerra civil, no porque Franco venciera en el campo de batalla sino por la sangre derramada en una de las persecuciones religiosas más sangrientas de la historia.
Sólo Polonia presenta un historial tan brillante: paró a los turcos en Viena, resistió a la inculturación nazis durante la II Guerra mundial -otra ristra de martirios- y tumbó al comunismo, desde Gdansk (Solidaridad) a todo el planeta, aunque en esta ocasión contó con el apoyo inconmensurable de Juan Pablo II. España y Polonia son dos países bien distintos, pero coincidentes en algo: el amor a la Madre de Dios, fundamental para aunar voluntades colectivas. Que es, precisamente, lo que nos falta ahora mismo.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com