Escribo estas líneas basando en un escrito del Arzobispo de Burgos publicado unos días antes de Navidad. La familia cristiana, decía más o menos el obispo Gil, sienta las bases para levantar el edificio de una vida cristiana madura y responsable.
Es, además, el mejor ámbito donde cada uno de sus miembros puede descubrir y madurar la vocación a la que Dios le llama: el matrimonio, la virginidad consagrada, el celibato, el sacerdocio. En consecuencia, no hay empresa más rentable en la que se pueda invertir ni entidad bancaria en que se obtengan mayores beneficios a corto y largo plazo.
Puede suceder que la vivencia y experiencia cristiana y humana que se ha tenido en familia pase por momentos de crisis, incluso profundas, a lo largo de la vida. Pero lo que se ha vivido de niño vuelve a renacer y a tener peso específico en la vida adulta. Por eso, tiene tanta importancia ayudar a los hijos a descubrir a Dios, a Jesucristo, a la Iglesia y enseñarles a rezar y ayudar a los más necesitados.
La familia pasa actualmente, en no pocos casos, un momento de desconcierto respecto a la transmisión de la fe. Es hora de reaccionar y de redescubrir que los grandes valores cristianos y humanos no pasan de moda. Pueden variar sus expresiones, pero ellos mismos son un patrimonio irrenunciable. Aquí está la razón por la que el Sínodo de obispos del pasado octubre ha dicho que la nueva evangelización es impensable sin la familia.
Domingo Martínez Madrid