Con toda gran mentira, algo tiene de verdad. En efecto, una sola empresa que controle todo el mercado tenderá al abuso. Si es un oligopolio, no sentirá menor querencia al abuso sino más, mucho más, con afán resbaladizo hacia el duopolio. Esto ocurre en el campo político económico y mediático, en todo el mundo, siguiendo el esquema republicanos contra demócratas de los norteamericanos.
Ahora bien, la doctrina de las cuotas puede terminar en un sofisma formidable. En primer lugar porque con el precitado oligopolio ocurre lo mismo que con la monarquía: que es mucho peor que la aristocracia. En segundo lugar, porque la peor de todas las aristocracias es la plutocracia, la aristocracia del dinero.
Pero las dos "pegas" principales a la doctrina berengueriana son las siguientes:
1. La competencia no consiste en el mejor reparto de cuota, sino en un mejor servicio a los particulares. Ejemplo, la energía. El usuario, que debe ser el único destinatario de una política de competencia, apreciará más a una sola eléctrica que ofrece el mejor servicio al mejor coste, antes que la posibilidad de elección entre varias compañías que le ofrecen un servicio malo y caro. Pongo este ejemplo adrede: porque la doctrina de cuotas es sencillamente tonta cuando se trabaja en sectores regulados.
2. La libre competencia no debe llevarse, como nada en esta vida, hasta la frontera misma del absurdo. La obsesión del anterior ministro de Economía, Rodrigo Rato, obsesión heredada por su sucesor, Pedro Solbes, hizo surgir en Madrid el siguiente dicharacho: "Si mañana un médico descubre una vacuna contra el cáncer, don Rodrigo prohibirá su aplicación... hasta el día en que surja otro laboratorio que comercialice otra vacuna contra la que el primero pueda competir".
En definitiva, la libre competencia ha alcanzado el prestigio doctrinal que hoy posee porque era entendida ‘a la americana". Es decir, ¿por qué los norteamericanos prestan tanta importancia a la libre competencia? Porque para el espíritu gringo -que también tiene sus cosas buenas, no se crean- la libre competencia no es una cuestión de cuotas empresariales sino de igualdad de oportunidades de todos, no sólo ante la ley, sino en la vida profesional. Esta es la cuestión. Si las cuotas ayudan, bienvenidas sean, si no, son perfectamente prescindibles.
En materia de telecomunicaciones se da un ejemplo de lo que digo. No se trata de que Telefónica pierda cuota de mercado, a costa de que Berenguer, o la Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones (CMT), le ponga chinas en el zapato. No se trata de que se obligue a Telefónica a ceder la red, sino en obligar a los demás competidores a invertir en su propia red. Cuanto más inviertan, más posibilidad tendrá el usuario de disfrutar de unas buenas comunicaciones a un precio asequible, más oportunidades de elegir. Puestos a obligar, las autoridades antimonopolio deberían obligar a Telefónica a bajar los precios de sus servicios, cuando lo que hacen es justamente lo contrario: les prohíben promociones porque los demás, que no han invertido en red, no podrían ofrecerlas al mismo precio. Es decir, en nombre de las cuotas se fastidia al usuario.
O esto, o volver al esquema antiguo, que consistía en que las infraestructuras eran cosa del Estado y las empresas que utilizaban las mismas satisfacían un canon... que se utilizaba para invertir. Lo que no puede ser es convertir a una empresa privada en una entidad de interés público. Sencillamente, porque no lo es. Y porque en nombre de la libre competencia estamos violentando la igualdad de oportunidades, por ejemplo la oportunidad de acceder a una energía barata o a una Internet barata.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com