Sr. Director:
El pasado viernes, en Londres, un alto juez de Naciones Unidas solicitó al Gobierno inglés detener al Papa Benedicto XVI en su próximo viaje a  Inglaterra, y procesarle ante el Tribunal Penal Internacional por crímenes contra la humanidad.

 

Geoffrey Robertson, destacando su condición de juez de la ONU, en un artículo  que publicó la semana pasada, argumentó que los juristas deben  invocar los mismos procedimientos que se hacen para encausar a criminales  de guerra como Slobodan Milosevic, en este caso, al Papa, como Cabeza de la Iglesia, responsable último de los abusos sexuales  de los sacerdotes católicos.

El asunto está claro: se buscan Garzones, jueces ególatras y sectarios capaces de meter al Papa entre rejas o, lo que es mucho mejor, desautorizarle como pedófilo hasta conseguir la proscripción del Cristianismo y recluirlo en las catacumbas por la dictadura del relativismo laicista; eso sí, mediante un fallo judicial.

¿Qué tiene que ver personalmente el Papa con la conducta abyecta, escandalosa y nada ejemplar de algunos desviados y corruptos dentro de la Iglesia? ¿Acaso no ha condenado el Papa, inmediatamente, estos abusos y ha tomado importantes medidas disciplinarias para corregir estas graves aberraciones, poniéndolas, incluso, en manos de la justicia? Por esta misma regla de tres, de tomar el todo por la parte, ¿qué podríamos decir de los casos de corrupción en colectivos como políticos, jueces, periodistas, empresarios? ¿Los inhabilitamos a todos, por el mal que han cometido unos pocos? La responsabilidad ha de ser personal y esta acusación, jurídicamente, es insostenible.

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, acaba de publicar una Guía sobre el procedimiento a seguir en estos casos de abusos sexuales, que supone un resumen informativo de los procedimientos actualmente existentes. En definitiva, se da primacía a la misma Congregación, que será quien conozca y a quien se le informe de inmediato por las respectivas diócesis, de los asuntos existentes de abusos sexuales a menores por sacerdotes. De tal forma que los obispos respectivos están obligados a trasladar a esta Congregación cada caso, informando de las medidas que en su opinión se deberían adoptar. A su vez, el obispo del lugar puede adoptar medidas preventivas ante la comisión de estos hechos, como las de limitar o suspender las actividades de estos sacerdotes. En cualquier caso, están obligadas, las diócesis, de inmediato, a poner a disposición de los autoridades judiciales civiles estos delitos. Con independencia de que se abra un procedimiento penal y/o administrativo ante el Tribunal Eclesiástico local. Las penas canónicas pueden ser diversas, incluso, si no hay arrepentimiento y ante la gravedad de los hechos, pueden llegar hasta la dimisión del estado clerical.

La Congregación adquiere una mayor relevancia y protagonismo, precisamente, para evitar algunas malas actuaciones que se han adoptado en algunas diócesis, que, pretendiendo ser falsamente prudentes y para soslayar posibles escándalos, no han puesto estos deleznables hechos ante las autoridades judiciales civiles. Pero la experiencia, y la actuación contundente del Papa Benedicto XVI, en este aspecto, ha sido clara para restituir los irreparables daños causados a las víctimas, conjugando la caridad con la justicia.

Por otra parte, la Iglesia Católica, tendría que ser muy exigente y seleccionar a los candidatos al sacerdocio para que reunieran las condiciones de idoneidad requeridas para tan alto ministerio. El mal ejemplo y el daño inmenso, a veces irreparable, que causa este tipo de actuaciones para con la sociedad, ha de extremar este tipo de controles y calidad en la formación en quiénes estén realmente llamados a servir a los demás, y ejercitar todas las todas las virtudes de forma ejemplar. Viene aquí al caso el aforismo latino de: corruptio optimi pessima, la corrupción de lo bueno es pésimo.

Dicho esto, no hay que ser ingenuos y desenmascarar todas estas campañas orquestadas por quiénes se escandalizan farisaicamente por estos hechos -no hay que quitarles un ápice de importancia- pero, a la vez, promueven y abanderan campañas a favor del aborto, del matrimonio entre homosexuales, de la eutanasia, de la investigación con embriones, o se empeñan en una enseñanza basada en la promiscuidad sexual.

Por eso conviene que esta campaña de persecución y desprestigio contra los cristianos sea una ocasión para explicar que, por unos pocos degenerados, no se puede descalificar a la Iglesia, fundada por Jesucristo, que es santa. No así, como puede comprobarse, algunos de sus miembros. Pero no hay que olvidar tampoco que la gran mayoría son ejemplares, santos, y desarrollan una labor impagable a la sociedad. Esta persecución abierta y el escándalo farisaico de los enemigos de la Iglesia nos recuerdan las palabras del evangelio de san Juan 15, 20-21: Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán. Ante esta nueva persecución -una más durante estos veintiún siglos- los cristianos han de devolver bien por mal, sabiendo que Dios no pierde batallas, a la vez que han de hacer frente y defenderse de estos ataques injustos e inaceptables, haciendo valer el derecho a la libertad religiosa ante los poderes públicos.

Javier Pereda Pereda