No me preocupan las conspiraciones, en las que apenas creo, pero sí los consensos. Y al parecer, el único consenso del mundo moderno consiste en aniquilar a George Bush (bueno: luego está el consenso del grupo editorial Polanco, que consiste en masacrar a José María Aznar, pero se trata de una obsesión de carácter local). No es que musulmanes, hispanos, europeos, chinos y africanos se hayan puesto de acuerdo para fusilar al presidente norteamericano, simplemente, todos coinciden en lo que les parece un muy loable propósito.
Esta obsesión universal anti-Bush tiene su instrumento en el petróleo, que en la tarde del miércoles alcanzaba los 47 dólares en el mercado de Nueva York. El triunfo de Hugo Chávez en Venezuela fue recibido bien en Occidente (es decir, al dinero le gusta la estabilidad, independientemente de a costa de quién se logre dicha estabilidad) hasta que, 24 horas después, con esa ligereza intelectual que caracteriza a los poderosos, se dieron cuneta de que la victoria de un tirano populista, demagogo, que odia a George Bush mucho más que a Ben Laden, no parece una buena noticia: otra ve el crudo por las nubes.
Al final, todo el terrorismo internacional, todos los tiranos del Tercer Mundo, así como franceses y alemanes, que sufren un ataque de celos respecto al Washington, están alimentando la subida del precio del petróleo, del que son las principales víctimas. La guerra de Iraq es sólo el principio, un jalón más para colocar a Occidente, no sólo a Estados Unidos, de rodillas. Lo malo es que muchos occidentales no se han percatado del asunto.
Así que el petróleo se ha convertido en el principal arma del terrorismo. Aunque hay otro instrumento peor: la idiocia de tantos occidentales empeñados en que su enemigo no es la tiranía (que por lo general viene de Oriente), sino "el tito George", como dicen los adolescentes hispanos.
Es decir, que el mejor instrumento terrorista no es la carestía artificial del petróleo, sino la idiocia de muchos occidentales, tan amantes de golpear a los norteamericanos en su propio rostro.
Eulogio López