Decíamos ayer que el historiador -y, sin embargo, buena gente- Javier Paredes había hecho un libro valiente sobre los niños santos (Santos de pantalón corto).

Y esto porque no se había callado aquellos aspectos duros que, para la adocenada sociedad actual, pueden parecer extremos: por ejemplo, los sacrificios de la niña chilena Laura Vicuña. He escrito adocenada, esto es vulgar y de escaso mérito, no afeminada, porque de la feminidad -que no del feminismo- es la dulzura y, para ser dulce hay que ser muy fuerte.

Pues menos mal que lo advertí porque me llegan noticias de que algunos piadosos profes cristianos, en algunos muy píos colegios, han interpuesto recurso precisamente contra este apartado del libro, en nombre de una de las virtudes peor identificadas: la prudencia. Al parecer, para estos meritorios maestros -una reiteración, sin duda- un niño santo es un santito, que rima con tontito. Exponerles como modelo a seguir ejemplo a los niños del siglo XXI, tan blanditos, podría provocar quién sabe qué horribles consecuencias.

Todo esto recuerda la descripción teresiana de algunos personajes de su época, marcados por el siguiente proceso vital: el cuerpo engorda, el alma enflaquece. Pero, al mismo tiempo, conviene recordar que nada más opuesto al sentido cristiano del dolor que el masoquista. El cristiano sobrenaturaleza el dolor que le viene dado y corredime con el sacrificio auto impuesto. Y le queda claro que dolor y sacrificio le tocan mucho las narices, y que más allá de la ascesis hay océanos de hedonismo, que, por decirlo de algún modo, el sacrificio es el medio y el placer, la satisfacción y la realización los fines últimos. Sabe, con Clive Lewis, que no puede caer en el desesperante círculo vicioso del ansia creciente de un placer siempre decreciente.

En su biografía de San Francisco de Asís, Chesterton explica en dos palabras todo mi baturrillo anterior: Los hombres dicen: bienaventurados los que nada esperan porque no sufrirán decepción. San Francisco dijo, de manera absolutamente gozosa y entusiasta, bienaventurado quien nada espera porque gozará de todo.  Es la diferencia entre cristianismo y panteísmo -las dos únicas cosmovisiones posibles-, la brecha entre la Iglesia y el mundo. En el mejor de los casos, el mundo quiere hacer desaparecer el deseo para no sufrir; el cristiano encauza el deseo pero sólo para gozarlo más en el futuro: en el futuro de aquí y en el de allí.

Los niños santos de Javier Paredes se mortificaron a fondo, pero probablemente nunca se hayan encontrado niños más felices. Como eran buena gente no necesitaban ser blanditos: el cuerpo les engordaba lo necesario pero el alma no enflaquecía. Por eso fueron los más felices de todos los niños: exigían el 100 por 1, no se conformaban ni con el 99. Es un libro que merece la pena leer: para niños y mayores.

Eulogio López                                                                                                                     

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