Sr. Director:
El Código da Vinci, de Dan Brown, se ha convertido, compartiendo cifras y expectativas con Harry Potter, en el libro más vendido en todo el mundo, incluido España. Tan es así, que se llevará al cine de la mano de Ron Howard y Russel Crowe. La crítica literaria española es, en general, adversa a este libro. Así, Casavella lo califica de aburrido, torpe en las descripciones y en la introducción de datos en torno al Santo Grial, Leonardo y el Opus Dei. Sánchez Dragó dice que el éxito de este libro responde al infantilismo generalizado de los seres humanos. Y Gómez de Liaño indica que no comparto la denuncia de la supresión que la Iglesia Católica habría hecho de lo sagrado femenino, pues, en esta religión el papel de la mujer ha sido y es esencial, sobre todo comparándola con otras.
El Código da Vinci es cualquier cosa menos un libro de alta literatura y tampoco contiene material para ser discutido con rigor desde la erudición. Es, simplemente, un best seller de ficción, una enorme creación de marketing, que incluso abarca hasta su propia página web oficial. Se trata de una trama de acción y un discurso presuntamente histórico con numerosas imprecisiones, ya que cuenta con 37 falsificaciones, y es presentado como una auténtica revelación. Con estos antecedentes ¿cómo ha alcanzado semejante éxito?
La novela, con tales errores históricos, hace una propuesta de pseudoespiritualidad, propia de la mentalidad hoy dominante. Se evidencia en la novela la vigencia actual del gnosticismo y panteísmo, con un conjunto de excéntricas doctrinas, en donde se pretende que se diluya la responsabilidad del sujeto en sustitución por la conciencia espontánea de armonía con el todo. Se preconiza el haz lo que quieras, mientras no introduzcas la violencia, tensión o desarmonía. El mal se queda reducido a lo que violenta físicamente a alguien. La vida entonces se hace fácil, lo que apetece es el sexo, y casualmente la forma de identificarme con la totalidad es el sexo. Las claves filosóficas y profundas de la novela bien podrían encajar con el alma moderna, caracterizada ésta por el individualismo, la negación de una verdad absoluta, el escepticismo, la búsqueda del placer por encima del deber, el sentimiento como instrumento para afrontar la realidad en detrimento de la razón. Es decir, una espiritualidad descafeinada, nada exigente. Como diría Chesterton, cuando la gente deja de creer en Dios no es que no crea en nada, es que cree en cualquier cosa.
Javier Pereda
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