Un hombre, que no pasó de primero de Derecho, halla un inescrutable placer en corromper las facultades intelectivas del prójimo. Como el bien del conocimiento es inalcanzable para él, ansía que los demás tampoco accedan a ese bien.
Pepiño Blanco sabe que, para formar los caracteres, hay que crear primero un clima moral; y también para deformarlos. Sabe que la deformación nata es mucho más escasa de lo que algunos quisieran, puesto que los frenos sociales suelen cohibirla; de modo que lo que hay que hacer es remover esos frenos, hay que educar a los niños como si fuesen monos, para que, en ellos, toda vivencia emotiva desemboque en «conducta sexual».
La asignatura llamada Educación para la Ciudadanía explica, según Pepiño Blanco, «cómo se utiliza un preservativo»; y contra eso, según acaba de dictaminar el Tribunal Supremo, no cabe objeción de conciencia. Lo cual es tanto como decir que no cabe oponer objeción alguna a una educación que dimite de su función originaria para convertirse en un corruptorio oficial. O que, en nuestra sociedad, la objeción de conciencia es una contradictio in terminis; pues de lo que se trata es de formar personas sin conciencia, esto es, de deformarlas. Cuando hablamos de «deformación» ni siquiera entramos a calificar moralmente una asignatura «que enseña cómo se utiliza un preservativo»; hablamos de «deformación» porque enseñar cómo se utiliza un preservativo no es transmisión de conocimiento, sino imposición de una moral determinada.
La llamada Educación para la Ciudadanía no es una asignatura que transmita conocimiento; y cuando la educación no transmite conocimiento, sino que aspira a crear determinado clima moral, no es educación verdadera, sino deformación e ingeniería social, por muchas bendiciones judiciales que obtenga.
Clemente Ferrer Roselló
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