Al Papa Francisco habría que cantarle la vieja copla castellana: Quien no sabe de penas/ en este valle de dolores/ no sabe de cosas buenas/ ni ha gustado de amores/ pues penas es el traje de amadores.

Lo ha dicho el cardenal Wilfrid Fox Napier (en la imagen): “Las relaciones homosexuales son la raíz del escándalo que sufre la Iglesia”. Y las declaraciones resultan bellas e instructivas por cuanto los enemigos de la Iglesia han logrado imponer la curiosa idea de que el gran problema de la Iglesia es la pederastia. Y el hecho de que el Papa Francisco haya convocado una cumbre de obispos contra los abusos parece confirmarlo.

Y es que la pederastia resulta lo suficientemente repugnante como para afianzar dicha conclusión. Pero el gran problema de la Iglesia es la falta de compromiso con el celibato y existe una gran preocupación en su seno por la profusión de clérigos homosexuales activos. Esa es la razón de las afirmaciones del prelado surafricano.

La homosexualidad, tendemos a olvidarlo, es calificada de esta forma por la Iglesia católica: (Catecismo, punto 2357): “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso”.

Lo relevante: ahora mismo, y a pesar de la escandalera mediática en contra, de puertas adentro de la Iglesia orgánica, en la clerecía, la gran preocupación es la homosexualidad creciente entre los curas. Porque lo dice el cardenal Napier… y lo dicen otros muchos conocedores de la Iglesia.

Todo esto coincide con un tiempo de declive profundo de la fe (“cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”), en un periodo de cisma permanente, el cisma de la confusión.