• Vencida la década de los ochenta se aproximaba la caída definitiva del comunismo
  • El obispo Marcel Lefebvre, el obispo cismático que acusaba a Juan Pablo II de no ser un Papa porque no tenía carácter.
  • El problema de don Marcel era que no aceptaba el Vaticano II.
  • En Rusia emerge la figura de Mijail Gorvachov, un hombre siempre a remolque de los hechos y de las ideas.
  • A punto de terminar la década Juan Pablo II decreta el año mariano.
  • En enero de 1988 el general Jaruzelski anuncia la legalización de Solidaridad.
  • Una serie de discursos de Juan Pablo II van a colocar a la UE ante la necesaria elección: "Europa sé tú misma".

"Prepararás al mundo para mi última venida" Diario de Faustina Kowalska, punto 686: "Dios quiere infligirnos un terrible castigo, pero no puede porque la Santísima Virgen nos protege. Un miedo tremendo atravesó mi alma. Ruego sin cesar por Polonia, por mi querida Polonia, que es tan poco agradecida a la Santísima Virgen". Vencida la década de los ochenta se aproximaba la caída definitiva del comunismo y, ¡ay dolor!, el imperio del capitalismo como sistema único. Y mientras Juan Pablo II (en la imagen) continuaba con la lucha contra la dictadura capitalista, como la vigente en el Paraguay del caudillo Alfredo Stroessner, un tipo algo siniestro, que convirtió a su país en un nido de contrabando. Al poco de aterrizar, el Papa volvía a hablar de moralidad en la cosa pública, fiel a su línea de hacer política eludiendo el partidismo. Él demostró que era posible. Así, instó a la "limpieza moral" del país y a solicitar libertad, justicia y participación. El dictador respondió deteniendo a miembros de la oposición y acentuando la persecución contra la Iglesia, pero, para la prensa occidental progresista, el Papa seguía siendo un reaccionario: ¡Qué le vamos a hacer! Y hablando de reaccionarios, llega el obispo Marcel Lefebvre, el obispo cismático que acusaba a Juan Pablo II de no ser un Papa porque no tenía carácter. El hombre que estaba derribando el comunismo y replantando los cimientos morales de Occidente, aún a costa de enfrentarse a los grandes líderes occidentales, andaba falto de carácter, juicio, quizás prejuicio, del prelado francés, quien, de esta forma dejaba ver cuál era su concepción del Papado. El problema de don Marcel era que no aceptaba el Vaticano II. Curioso, porque Juan Pablo II siempre fue un defensor del concilio. Aún más que Benedicto XVI. El último concilio ecuménico presenta un rasgo curioso: fue un concilio espléndido de ortodoxia y, curiosamente, interpretado como todo lo contrario. Vamos, que el Vaticano II fue un gran concilio muy mal entendido. Desde luego, si uno lee las constituciones dogmáticas, el esqueleto del concilio, se queda asombrado por la profundización en el dogma de los padres conciliares. Entre los fautores más aperturistas, se contaban un tal Wojtyla y un tal Ratzinger, el binomio que llevaría a la Iglesia hasta el siglo XXI. Es peor un cismático que un hereje, porque el hereje se marcha y el cismático se queda, con lo que confunde y escandaliza a los fieles. Al final, la exquisita humildad de Lefebvre le llevó a ordenar cuatro obispos, con lo que consumó el cisma, además de incurrir en excomunión inmediata. Mientras, en Rusia emerge la figura de Mijail Gorvachov, un hombre siempre a remolque de los hechos y de las ideas, pero que acabó resultando providencial y, como era de prever, devorado por sus propios hijos, más bien por sus padres. Pero resultó providencial. Con ello se cumplía la promesa de la Virgen María en Fátima, sobre la caída del comunismo y la conversión de Rusia. Volvió Rusia a sus orígenes cristianos aunque, eso sí, lastrada por 70 años, no de inmoralidad -ojalá- sino de amoralidad, de vida al margen de Dios. A punto de terminar la década Juan Pablo II decreta el año mariano. Es la hora de la mujer. El año vino enmarcado por dos fechas: la publicación de la encíclica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987) y la carta apostólica Mulieris Dignitatem (15 de agosto de 1988). Respecto a esta última, reseñar la reacción de reconocido canonista madrileño: ¿Tú crees que todo esto lo dice en serio? "Todo esto" era la mayor alabanza a la mujer jamás expresada por un pontífice, y probablemente, por ningún hombre. Nadie como Juan Pablo II había profundizado en la feminidad desde la idea madre de sumisión recíproca entre los dos sexos, sumisión producto de la entrega, de la donación de uno mismo: la esencia de la dignidad humana consiste en una energía radical, no en la afirmación del yo. Y otra idea-madre, aunque hija de la anterior. Antes que petrina, la iglesia es mariana. Para el feminismo pelma, empeñado en medirlo todo en términos de poder, empeñado por tanto, en conseguir el sacerdocio de las mujeres, Juan Pablo II recordaba que el ser humano más excelso creado por Dios, el más relevante de todos los nacidos. El único ajeno al pecado original, el único que recibe culto de especial adoración, fue una mujer que no fue investida presbítero, ni falta que le hacía, tenía nombre de mujer. Y su poder es tanto que es la única capaz de detener la justa ira de Dios. Al revés de cómo juzga el mundo, el ser de la Iglesia no es el poder sino el amor. Pero Wojtyla lo explica mucho mejor: "En el plan eterno de Dios es en la mujer donde primero arraiga el orden del amor en el mundo creado de las personas". Y es que las mujeres entienden más de amor que el varón. En ello radica su superioridad sustancial. Y por eso, cuando se empeñan en ser lo que no son, entra en acción el insoslayable adagio latino: "La corrupción de lo mejor es lo peor". Juan Pablo II batallaba en todos los frentes. La semilla que él sembró en Polonia iba a desencadenar, diez años después, la mayor caída pacífica de un imperio. En enero de 1988 el general Jaruzelski anuncia la legalización de Solidaridad. A partir de ahí, se precipitan las renovaciones en todo el orbe. Como ficha de dominó caerán los regímenes totalitarios de Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia, Albania y acabará por desmembrarse las 17 repúblicas soviéticas, con el descubrimiento del muro de Berlín como símbolo para el futuro. Pero Juan Pablo II tampoco descuida la Unión Europea, aquella Europa Occidental, cuna de la humanidad. Una serie de discursos de Juan Pablo II van a colocar a la UE ante la necesaria elección: "Europa sé tú misma", clamará en Santiago de Compostela durante la Jornada Mundial de la Juventud, en agosto de 1989, es decir, recupera tus principios cristianos, que fueron los que te forjaron. Antes, en el Palacio de Europa, en Estrasburgo, corazón de la Unión Europea -11 de octubre de 1988- Lolek explica a los mandamases de la Unión que su proyecto no puede circunscribirse al campo económico o hasta la economía acabaría en desastre. Les recuerda que la obediencia a Cristo es la garantía de la libertad y que la autonomía radical del individuo lleva a un "sistema de alienación". No le hicieron mucho caso, y por eso, hoy Europa es un proyecto mortecino pero, sobre todo, ha dejado de ser un ideal.