Hoy voy a conspirar un poco. O quizá no tanto, porque basta observar con cierto detenimiento para entender por qué España se empobrece a velocidad vertiginosa, después de haber sido, con sus luces y sus sombras, una de las naciones más influyentes de la historia. No se trata de idealizar el pasado, sino de valorar el conjunto, la obra de siglos: un Imperio que duró trescientos años no se sostiene sin talento, fuerza y visión. ¿Cómo hemos pasado de aquello a esto?

La decadencia se acelera desde el momento en que España se redescubre como democracia liberal, bajo la tutela norteamericana y siguiendo el dictado de hombres como Henry Kissinger, figura clave en el rediseño geopolítico del mundo. El excelente trabajo de Iván Vélez, Nuestro hombre en la CIA, destapa con precisión quirúrgica el entramado de intereses internacionales que operaron para reducir a España a una colonia geoestratégica, plenamente integrada —y subordinada— al sistema de dominación occidental.

El asalto fue meticuloso. A través del entramado globalista, las élites políticas de uno y otro lado fueron plegándose. El PSOE dejó atrás cualquier aspiración marxista real; el Partido Popular, desde sus inicios con José María Aznar, abandonó la defensa de la soberanía nacional como rasgo identitario. Así nació el engrudo socialdemócrata, una alianza tácita entre dos partidos que han compartido misión: disolver a España como nación, convertirla en pieza funcional del tablero de Davos, Bruselas y la OTAN, lo que se tradujo en una reducción trágica de la industria, empobrecer a la población, socavar a las Fuerzas Armadas a una ONG uniformada. El PP y PSOE han sido el ariete del progresismo en alternancia. Ambos han demolido las tradiciones, borrar la cultura católica y asfixiar a la clase media hasta dejar un país con pobreza crónica y perdidos en un vacío existencial. Esta es la razón de que, como dice mi amigo Íñigo Castellano y Barón en su artículo, “Pedro Sánchez no lidera un Gobierno: dirige una empresa electoral. Compra apoyos, regala competencias, modifica leyes al peso. Y cuando no convence, legisla. Porque lo importante no es la legalidad, sino la narrativa”.

La pregunta del millón, la que todo el mundo se hace, es por qué la izquierda española es tan antiespañola. Es cierto que la izquierda republicana guerracivilista era anticatólica, pero amaban a España a su peculiar manera, desde luego. Entonces, ¿cuándo, en qué momento, por qué hoy también odia España?

El filósofo José Luis López Fajarnés responde con brillantez en El origen de la hispanofobia de la izquierda española, hace un estudio de las lecturas a Marx —un pensador que jamás pisó España— donde, además nos descubre ciertas contradicciones de bulto en sus tesis y afirmaciones, extrae el odio exacerbado hacia España. Este filósofo del siglo XIX, bebía de todas las fuentes anglosajonas negrolengendarias. De esta forma, demuestra cómo el pensamiento marxista carga con desprecio, falsedad y resentimiento hacia lo hispano. Esa fuente contaminada, convertida en dogma intelectual, es la que ha alimentado durante décadas a una izquierda que ha terminado odiando a España no por lo que hace, sino por lo que representa.

Una vez que Willy Brandt y Felipe González cerraran el círculo del PSOE 2.0 -el socialdemócrata, no el marxista-, pasaron a la acción intelectual. Así, en el otoño de 1984, Jürgen Habermas vino invitado y dictó dos conferencias, una de ellas en el Congreso de los diputados, para marcar las pautas de diálogo político, área en la que estaba especializado.

Durante décadas, la transformación de España no ha sido casual ni espontánea, sino resultado directo del bipartidismo estructural que ha sostenido el sistema. Un PSOE dedicado a descomponer los pilares de la sociedad y un PP silente, complaciente, cuya táctica ha sido la inacción disfrazada de moderación. Los gobiernos del Partido Popular, lejos de revertir las políticas impuestas por los socialistas, las han aceptado, financiado y blindado a través de los presupuestos generales del Estado.

Las grandes leyes estructurales no han sido jurídicas tratando de buscar el bien común, si no de corte ideológico, con el fin de moldear a la sociedad según una agenda política concreta, disfrazada de progreso. La ingeniería social ha sustituido a la política del sentido común, procurando una sociedad polarizada, vulnerable y cada vez menos libre.

Las leyes que han redefinido —y no para bien— el marco social y moral del país no surgieron en el vacío. Normas como el aborto, el divorcio exprés, el matrimonio homosexual, la ley de violencia de género y sus derivadas ideológicas, como la ley del “Sí es Sí”, han erosionado los fundamentos mismos de la familia, la célula básica de cualquier sociedad fuerte. También el sistema de las Autonomías, con los nacionalismos ensoberbecidos, cuartean territorialmente a España. El ecologismo oficial, ha promovido la “España verde” que nos ha abocado al negro del apagón. La política fiscal asfixia a familias y empresas que justifican bajo la bandera del “bienestar social”, pero en realidad sirve para engordar un aparato público sobredimensionado y clientelar. Las leyes laborales, no premian el esfuerzo ni estimulan el empleo, sino que penalizan al emprendedor.

Pero lo más inquietante, sin embargo, no es la acción del poder, sino la reacción de la sociedad, o mejor dicho, su ausencia. La sociedad española no solo lo tolera todo; ha aprendido incluso a celebrarlo. Aplaude desde los balcones un encierro ilegal y baila sobre las vías del AVE en plena parálisis nacional. ¿Nos estamos volviendo locos? No, te lo explica Claudia Nicolasa en su reciente ensayo Es manipulación y no lo sabes, donde la sociedad, con el pensamiento crítico en estado de coma, se deja llevar como un palo por la corriente del río. Esa es la victoria más profunda del sistema: haber domesticado a la ciudadanía, haberla hecho partícipe y cómplice de su propia degradación.

En definitiva, lejos de construir un cuerpo social sólido, se ha optado por fracturar la unidad, debilitando así la capacidad de resistencia del pueblo español.