Santa Agueda nació en Palermo y murió en Catania (251), durante la persecución del emperador Decio. Las actas de los mártires dan para mucho y por eso sabemos que había por allí un preboste rijoso llamado Quintiliano -senador de Roma, nada que ver con Podemos- quien, prendado de su belleza, quiso conocer -sí en sentido bíblico- a la joven Águeda. El caso es que la joven le dio calabazas y, supongo que ahí firmó su sentencia de muerte, le respondió que ella estaba comprometida con Cristo.

El despechado senador aprovechó la circunstancia para, en plena persecución de Decio, denunciarla como cristiana (denuncia legal, que todos somos  demócratas y vivimos en un Estado de Derecho) y Agueda fue legalmente torturada -le cortaron los senos- y asesinada.

Y claro, eso no puede ser. Si al menos Santa Agueda se hubiera liberado un pelín. Mismamente, si se hubiera refocilado con varios quintilianos (en condiciones de igualdad, se entiende) y aprovechado su liberación para hacer carrera política en Roma, pues le cantaríamos a una señora que contribuyó de forma decisiva a la liberación de la liebración de la mujer, proceso siempre incoado y nunca carece de fin.

Durante lustros, cuando el movimiento feminista no había prescindido totalmente de las reglas básicas de racionalidad, Santa Agueda fue su santa patrona. Pero claro, el feminismo no soporta dos cosas: la virginidad y la maternidad. Así que no les seducía la tradición de Santa Agueda (tradición centenaria, por ejemplo en Aragón, y Vascongadas) y optó por el 8 de marzo, que era el Día internacional de la mujer trabajadora.

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