Sr. Director:
Ya sé que en el 711 España cayó en manos del islam por las armas, porque así era legítimo y tal, pero me cuesta creer que sea ahora por voluntad que estén perdiendo la identidad cristiana que tanto bien llevó al mundo. Miren, señores, se los dice un hombre de treinta años que todavía se emociona con las historias de navegantes y frailes, y que lo agradece y lo recuerda cada vez que humildemente reza: no abandonen la causa; los necesitamos más de lo que creen. Este humilde servidor del otro lado del charco atiende todos los días, en éste y otros medios, las noticias más surrealistas y poco creíbles de lo que sucede allá todos los días.
Yo ya no sé si me alcance la vida para intentar defender esa tierra magna, porque además quién soy yo, sino un simple hombre. Pero todos los días me levanto con la misma ilusión desde hace casi diez años: ver la España cristiana que conocí en documentales y fotos, y hasta vivir allá, si Dios quiere. Pero cuando una bandera rojigualda con una inscripción alusiva a la Santísima Virgen, en la calle Rodrigo de Triana, es motivo para decir que «estamos de nuevo en 1939», no es nada halagüeño, ¡créanme! Un tiempo de reserva en la acción puede ser hasta válido; pero no toda una vida. Nos están arrebatando lo único que nos hace libres: la fe. Y digo «nos están» porque aquí sufrimos lo mismo también, pero con cierto respeto por las tradiciones, vaya, aún no van por nosotros tan descaradamente; pero no cantamos victoria porque de un momento a otros nos puede pasar lo mismo. Lo más malo: podemos decir lo mismos de casi cualquier país hispanoamericano. Señores, ¡nos están arruinando!, y nosotros estamos como la rana en el agua hirviendo: cómodos y acostumbrándonos hasta no poder movernos más, o peor: hasta que nos expulsen de nuestra propia tierra.