Sr. Director:
La teoría suena bien: la función de la campaña electoral es fijar un plazo donde los partidos presentan sus diferentes programas a los ciudadanos, tratando de seducir al votante mediante razonables debates y propuestas, más que con descalificaciones hacia el adversario y con burdas manipulaciones de sentimientos.
Suena bien, pero ¡ay!, enseguida viene el tío Paco con las rebajas, y la carroza se transforma en calabaza incluso antes de que den las doce. Y aquel teórico cortejo seductor a base de razonados argumentos y respetuosa dialéctica degenera en un lanzamiento recíproco de heces que acaba salpicando a todos y dejan la pista con un hedor impracticable.
Es entonces, cuando la única razón que suelen utilizar muchos para pedirnos el voto, se reduce a sembrar el miedo bajo la amenaza de que si vencen los otros, la cosa será aún peor. Descendidos a este nivel de canguelo, ni siquiera es necesario alegar méritos propios ni justificar los incumplimientos, les basta con recordar que el lobo merodea por los alrededores de la casa. Y el temeroso elector que acude a las urnas impelido por tan poderosa causa, no solo lo hace con la nariz tapada, sino evacuando su voto con una papeleta que, más que electoral, parece higiénica.
Pero concluir que estos votos (por supuesto, tan legítimos como los demás), responden a un acto de libertad y confianza en el partido votado, es mucho decir.
También están los del voto del odio, pero esa es otra historia...
Miguel Ángel Loma
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11/12/24 15:36