Madrid y 19 de julio de 1936. A primera hora de la mañana, las Concepcionistas Franciscanas de la madrileña calle de Sagasti, vestidas de seglares, ya están dispuestas para abandonar el monasterio. A una de las mayores hay que explicarle lo que de verdad está pasando. En su cabeza no hay espacio para concebir la existencia del mal, porque se le había inundado el alma de bondad, después de toda una vida de clausura y contemplación de Dios. Por eso, al oír unas voces en las que no distingue bien lo que se dice, se acerca a una ventana, mira a través de la celosía y exclama:  

-Hay grupos de hombres armados, que están custodiando el convento para que no nos pase nada ¡Son nuestros verdaderos ángeles de la guarda!

Pero no… Eran milicianos armados con pistolas y fusiles, que con blasfemias e insultos soeces amenazaban de muerte a las monjas, por lo que de haber salido en esos momentos con toda seguridad que las hubieran linchado en la puerta del monasterio. Las monjas tuvieron que esperar para poder salir hasta que se despejara la calle, lo que no pudieron hacer hasta las siete de la tarde.

Durante tantas horas de tensa espera, rezan continuamente, y hablan muy poco, porque todo se lo dicen con la mirada. El centro de atención de todas era Sor María de la Asunción, una segoviana de 72 años por la que sus hermanas sienten una especial preocupación, ante el futuro tan incierto al que se van a enfrentar.

Sor María Asunción estaba afectada desde hacía veinte años por un proceso reumático muy fuerte y degenerativo que le había incapacitado de tal modo, que necesitaba ayuda para todo. La cuidaban con un cariño exquisito y tenían que bañarla muy a menudo. Necesitaba ayuda para cualquier necesidad que le sobreviniera, y muchos días hasta había que darle de comer, porque no podía llevar el alimento a su boca.

Después de asearla, la dejaban quietecita en un sillón. “De la mañana a la noche -escribe una de sus hermanas, Sor Corazón de María- era la viva imagen de una persona doliente en extremo, pero llena de paz. Pude observar que todo el día se lo pasaba en oración. Este clima, en el que estaba siempre inmersa, lo reflejaba en las conversaciones en las que de manera habitual y con toda naturalidad hacía recaer sobre el sentido sobrenatural de la vida, miraba todas las cosas siempre desde una perspectiva de fe, de Dios, la esperanza en la otra vida y el valor religioso del sufrimiento”.

Desgraciadamente, las religiosas concepcionistas estaban instaladas en el epicentro del terror rojo, el de Pablo Sarroca o Juan Carmona

Las monjas se refugiaron a 500 metros del monasterio, en una casa situada en la séptima planta de la calle Francisco Silvela número 45. La estancia ni era espaciosa para albergar a18 mujeres, ni tampoco confortable. Apenas estaba amueblada, y entre otras muchas cosas faltaban camas, por lo que la mayoría tenían que dormir en el suelo, abrigándose con lo que podían, ya que del monasterio salieron con lo puesto y un pequeño hatillo con las cosas de uso inmediato y personal.

La inactividad obligada la aprovecharon para fortalecer su vida espiritual, que fue sin duda la mejor preparación para afrontar lo que estaba por venir. Una de las monjas dejó por escrito que en comunidad rezaban las Horas litúrgicas, recitaban las ciento cincuenta avemarías de los quince misterios del Rosario, hacían las lecturas espirituales y dedicaban dos horas diarias a la oración mental. Y, desde luego, nunca se interrumpía la presencia de Dios.

Pero desgraciadamente estaban instaladas en uno de los peores barrios de Madrid, atenazado por el terror rojo, impuesto sobre todo desde el Ateneo Libertario de Ventas, donde se concentraban los elementos más sanguinarios del barrio. Uno de sus dirigentes se llamaba Juan Carmona Campillo, al que los suyos le conocían por el alias de “el matón” y los del barrio por “el verdugo del Ateneo”. Tal atracción tenía para Carmona lo de apretar el gatillo, que ni siquiera los suyos podían sentirse seguros. Así, en cierta ocasión asesinó a tiros a un ateneísta sin mediar palabra, porque, según él, era homosexual.

Cuando los milicianos aporrearon la puerta de la casa se oyeron estas palabras: Hijas mías, ha llegado la hora de dar testimonio 

Pero Juan Carmona no era ni el peor de la barriada ni el peor del Ateneo. Le superaba en maldad Pablo Sarroca Tomás y su presencia y actividad en el barrio de Ventas era lo peor que le podía suceder a las concepcionistas o a cualquier católico, porque Pablo Sarroca era un sacerdote que había renegado de su condición. Y lamento desmentir esa idea, tan extendida, de que en el clero español no se produjo ninguna apostasía durante la Guerra Civil. El sacerdote Pablo Sarroca, además de renegar de su fe, también traicionó a los suyos y persiguió a los católicos. Por otra parte, la existencia de apóstatas entre el clero durante la Segunda República y la Guerra Civil valora todavía más a los mártires españoles, porque los clérigos apóstatas, como Pablo Sarroca, ponen de manifiesto que entonces se podía evitar el martirio, todo era cuestión de elegir: o tronos en el Cielo o poltronas en esta tierra.

En 1917, Pablo Sarroca había aprobado una oposición al Cuerpo Eclesiástico del Ejército. Fue capellán castrense de distintas unidades en África y en la Península. Consiguió el grado de comandante y llegó a ser Vicario General de la Primera Región Militar; es decir, de Madrid y el centro de España. En 1932, publicó un folleto con este título “Al Gobierno Provisional de la República”, que exhibía en la portada el siguiente subtítulo: “En testimonio de profunda admiración y de adhesión sincera”. A partir de entonces estableció relaciones con los más altos dirigentes republicanos. Azaña le incorporó al Gabinete militar, conocido como el Gabinete Negro, presidido por el general Hernández Saravia.

El 13 de septiembre de 1936, el socialista Largo Caballero, que además de presidente de Gobierno era ministro de la Guerra, firmaba una circular en la que se podía leer: “Por las excepcionales circunstancias que concurren en el excapellán mayor del ejército, don Pablo Sarroca Tomás y su reconocida adhesión al régimen, he tenido a bien disponer pase agregado a la Sección de Información de este Ministerio”. A partir de este nombramiento, Pablo Sarroca se convertía en un policía, al servicio del régimen de terror implantado por el socialismo.

Inmediatamente, Pablo Sarroca se incorporó al Ateneo Libertario de Ventas, que estaba cerca de donde vivía. Y era público y notorio que allí tenía a su entera disposición a dos mujeres, Gregoria Rubio Acosta, apodada “La Huesos” y Julia Redondo que, además de entretenerle, eran las encargadas de llevarle los partes de las personas que asesinaban en el Ateneo. Pablo Sarroca también tuvo como amante a Julia Sanz, treinta años más joven que él, que fue condecorada por el Director General de Seguridad, Manuel Muñoz.

Pero oficialmente con la que hacía vida marital era con Flora García Martínez. Unos vecinos suyos declararon que Pablo Sarroca solía emborracharse con frecuencia y entonces las discusiones entre ellos eran muy frecuentes, profiriendo palabras soeces y blasfemias y que, en cierta ocasión, escucharon a Flora reprocharle a Sarroca que había violado a su madre, que también la había deshonrado a ella y que, además, pretendía abusar de una hija de Flora, que se llamaba Teresa.

Haciendo uso del poder con el que le respaldaba Largo Caballero, Pablo Sarroca saqueó y robó las casas de muchos de sus vecinos, presionándoles con darles el paseo si no le entregaban lo que les pedía, que solía ser dinero, joyas o el coche si lo tenían, productos con los que después traficaba para su enriquecimiento personal. Y las amenazas de Pablo Sarroca no se quedaron solo en palabras, porque fue acusado de varios asesinatos, hasta el punto de que tuvo que intervenir la Dirección General de Seguridad de la República y fue detenido.

El excura Sarroca utilizó su poder para robar dinero, coches y joyas a sus vecinos. Si no, les amenazaba con el paseíllo

Una vez en prisión, inmediatamente hizo valer las relaciones que tenía con Azaña, Prieto y Largo Caballero, además de esgrimir en su defensa los servicios que él había prestado a la República, entre otros como él decía el de haber dado el paseo a doscientos fascistas, además de prometer que si le dejaban libre, gracias a los conocimientos que tenía por el ejercicio de su sacerdocio, podría dar el paseo a otras trecientas personas más. Y, en efecto, le soltaron y Pablo Sarroca siguió sembrando el terror en el barrio de Ventas hasta el final de la Guerra Civil.

Y como sabemos, en este barrio, controlado mediante el terror por Sarroca, estaban escondidas las Concepcionistas Franciscanas, concretamente en la séptima planta del número 45 de la calle Francisco de Silvela. Ante el portal de esta casa aparcaron varios coches la noche del 7 de noviembre de 1936. De las 18 monjas que componían la comunidad, ese día solo quedaban 10 en el piso pues las ocho restantes se habían acomodado en casas de amigos y familiares de Madrid. La madre Carmen, que era la abadesa, aunque la invitaron a ir a una de las casas, se negó porque quería estar junto a su comunidad hasta el final.

Cuando los milicianos aporrearon la puerta de la casa, todavía tuvo tiempo la madre Carmen para dirigirse a sus monjas:

-¡Hijas mías! Ha llegado la hora de dar testimonio de que somos almas consagradas, confiemos en la ayuda del Señor que no nos faltará.

Los milicianos les ordenaron que salieran en grupos de tres y que subieran a los coches que les esperaban en la calle. En la última expedición la madre Carmen quiso acompañar a Sor Asunción, que imposibilitada como estaba, apenas se podía mover. Y ante los lentos movimientos de la anciana monja, uno de los milicianos la emprendió a patadas contra ella y propuso al resto de los verdugos arrojarla escaleras abajo para acabar de una vez por todas.

Pero gracias a los ruegos de la abadesa y a la intervención del portero, los milicianos permitieron que la anciana impedida bajara en el ascensor. La madre Carmen que cerraba la comitiva se despidió de los porteros, dio un par de besos a Teresita Alcaraz, la hija de los porteros, y al tiempo que la besaba y la estrechaba las manos, depositó en ellas 150 pesetas.

No se sabe a ciencia cierta si las diez concepcionistas fueron asesinadas en Paracuellos o en los descampados de la plaza de toros de Ventas, justo donde hoy se encuentran los chiqueros. Partidario de que fueron martirizadas en este último lugar es José Manuel Ezpeleta, un hombre bueno y generoso, incansable investigador desde hace años, con quien estamos en deuda los españoles, por proporcionarnos tantas informaciones de cómo miles de nuestros antepasados dieron su vida por defender nuestra fe.

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá