El diario El País nos informa que la obra blasfema “Me Cago en Dios", que pudorosamente (los progres ilustrados son muy púdicos) aluden como MCED, y que se emite en el Círculo Bellas Artes de Madrid, cuenta, según el diario de Polanco, con "un público entregado". Y anuncia que ya está vendido "el aforo de 50 localidades para varios días". Naturalmente, como que la obra se representa hasta el próximo domingo.

 

Por supuesto, cuando se trata de un insulto a la Iglesia, El País se reviste de papel de "notario de la actualidad". Ni una palabra de solidaridad con los creyentes ofendidos. Si se trata de un insulto a Alá estaríamos ante una grave ofensa fascista, pero se trata de Cristo. Y en ese caso, el nudo de la cuestión se traslada de la ofensa a la libertad de expresión. Tengan en cuenta que Juan Luis Cebrián sufrió mucho por los curas cuando dirigió la Transición hacia la Democracia.

 

Pero el máximo responsable del socialismo madrileño, Rafael Simancas, ha ido más allá. Para Simancas, Esperanza Aguirre ha cometido un "culturicidio" (no es preocupante, Simancas es todo un cristófobo y es capaz de inventarse palabros de ese tonelaje y aún más gordos) por dirigirse al Círculo de Bellas Artes para expresar, muy delicadamente, su malestar ante la blasfemia que pagamos todos los españoles. Pues bien, eso, para la izquierda madrileña, es un "culturicidio". Quizá cabría esperar una cierta solidaridad de Simancas, algo así como "Oiga, yo no soy creyente, pero la verdad es que esto hiere la sensibilidad de gente que no piensa como yo, además de ser una grosería".

 

Por cierto, es falso que Iberia, patrocinador del Círculo, no haya protestado. Lo ha hecho, y por boca de uno de sus directivos, sólo que el Círculo ha preferido no hacerle caso y seguir gozando de la publicidad del escándalo.

 

Pero no: A Dios o se le ama o se le odia, y ya sabemos en qué punto están los socialistas madrileños y quienes les amparan, el PSOE del muy tolerante Rodríguez Zapatero, quien todavía no ha abierto la boca para comentar la cuestión. Realmente, los cristianos sabemos ahora qué podemos esperar del socialismo. No queda otro remedio que pasar a la acción. Si Esperanza Aguirre no retira la subvención al Círculo, al igual que el Ayuntamiento de Madrid, habrá que condenar en las urnas a Esperanza Aguirre y Ruiz-Gallardón. Si Simancas continúa profiriendo, no ya bestialidades, sino sencillamente canalladas, entonces habrá que recordárselo también en las urnas.   

 

Verán. Este 2004 es un año muy especial. Los nacidos al terminar la Guerra Civil española cumplen 65 años de edad. La generación de la post-guerra se nos jubila, y con ellos muere su historia. La historia de una guerra sobre la que se ha derramado más tinta que sobre las dos contiendas mundiales juntas. Dicen que fue la última guerra romántica. Quizás fue la última guerra ideológica, en el que se enfrentó la izquierda contra la derecha. Con su jubilación quizás estemos perdiendo la memoria de lo ocurrido. Y convendría recuperarla. En aquel entonces, se enfrentaron la izquierda clásica, los descamisados que buscaban, antes que nada, una mejor distribución de la riqueza y la igualdad de oportunidades para todos, con la derecha, partidaria de una libertad económica plena y poco amante de impuestos niveladores. Ahora bien, lo que ocurrió es que la izquierda era marxista y se arrojó en manos del anticlericalismo. Si la izquierda republicana hubiese respetado los sentimientos y convicciones de los católicos, el golpe de Estado de Franco hubiese fracasado. La Iglesia no acogió de mala forma a la República, pero acabó apoyando, como no podía ser de otra forma, al Franquismo. La razón es muy sencilla: cuando te están matando tiendes a aliarte con quien puede protegerte de la muerte. Si a la izquierda no le hubiese dado por asesinar cristianos y quemar conventos… hoy viviríamos la II República y el jefe del Estado no sería un Monarca.

 

Al parecer, en el PSOE no se han enterado. Para ellos, la Guerra Civil fue una guerra entre la izquierda y la derecha, entre ricos y pobres, entre patriotas e internacionalistas. Es verdad que fue todo eso, pero, sobre todo, fue una guerra de religión: el anticlericalismo quería acabar con la religión católica y los católicos dijeron "Hasta aquí hemos llegado".

 

Pero las dos Españas de hoy no son las dos Españas de ayer. Hoy, la izquierda y la derecha se confunden en sus planteamientos de política económica y social, y el internacionalismo actual camina por otras vías. Hoy, los españoles se dividen en dos: los que creen en Dios y los que no creen. Los españoles, y también el mundo. Y vuelve a repetirse lo antedicho: A Dios o se le ama o se le odia. Con alguna excepción, el agnóstico de hoy no es respetuoso con los creyentes: sea por envidia, sea por desesperación, odia aquello que no tiene, y es un anticlerical de mucho cuidado. No es que tolere o vuelva la cabeza por la obra blasfema del Círculo: es que está feliz con esa blasfemia, está feliz por el daño que ocasiona al objeto de su odio. O sea, como el amigo Simancas.

 

Así que al españolito que viene al mundo, una de las dos Españas ha de helarle el corazón. Sólo que, en este caso, siempre es la misma España, la anticlerical, la que golpea, sea de izquierdas o de derechas: los cristófobos golpean y los creyentes aguantan. Y aguantarán hasta que estallen. Hasta que sucede lo que sucede. O lo de siempre: van como van y pasa lo que pasa. Por ejemplo, una guerra fraticida.

 

Eulogio López