Por lo que respecta a los hijos de Adán, en el Reino hay tres columnas: Pedro, Santiago y Juan. Todos los hombres y mujeres que habitaron y habitan el mundo encajan en una de esas tres categorías. Sois petrinos, jacobinos o juanistas.

Aquel viernes, el día más triste de la historia –y sólo los hombres tenéis historia- vuestros tres modelos sucumbieron.

Pedro siempre ha sido mi favorito. Era auténtico hasta en sus miserias, uno de esos personajes conscientes de que la vida es hermosa y de que la gratitud lleva a la realización. Pero era, sencillamente, un tipo humilde.

Santiago presentaba otros perfiles. Era lo que en el siglo XXI llamaríais un intelectual. Un personaje con mucho sentido común que ponderaba sus decisiones, de los que saben poner sus ambiciones –y ambicioso sí que era- al servicio del gran intelectual, el primero entre todos.  

Su hermano Juan, el primer místico de la Iglesia, era algo muy distinto. Al revés que su hermano, decidió llegar a Dios por el corazón, no por la razón, aunque no conviene rechazar ninguno de los dos caminos. Para Juan, sentimiento y sensibilidad antónimos. Si entre quienes me escuchan existe algún experto en el corazón humano, sabrá de qué estoy hablando. Juan escribió aquello de Dios es amor porque había elegido el atajo para llegar al Creador. Aquel viernes, día de la ira del hombre, preámbulo del más duro día de la justicia de Dios, se pegó a mi Señora Miriam y fue el único varón en salir airoso del trance.

Ese viernes, los ángeles lloramos. Nunca los espíritus, ni en la eternidad ni en el tiempo, nos habíamos parecido tanto a los hombres, anfibios de cuerpo y alma, como aquella larga noche y aquel día oscuro, al contemplar como el hijo de Dios sucumbía ante el mal, ante nuestros adversarios. Ni los Espíritus habíamos previsto que el amor de Dios por la criatura humana alcanzar tan paroxismo. No habíamos previsto hasta donde podía llegar el aparente sinsentido del amor, en el que para ganar hay que perder y para vivir hay que morir.

Pero si nosotros no entendíamos nada nuestro pariente, Lucifer, aún comprendía menos… y continúa sin comprender. Aún busca el secreto oculto tras la donación divina a los seres inferiores. La cruz continúa siendo un misterio ininteligible para el ser más inteligente de entre todos los creados. Quizás por eso, aquí, en el Reino, la mayoría opina que, después de todo, es más útil la sabiduría que la inteligencia. En el calvario, los ángeles aprendimos que providencia y libertad no sólo son compatibles, sino complementarias.

Todo comenzó pasadas las doce de la noche del jueves. A esas horas, llegó un grupo de servidores del Sanedrín al huerto de los olivos, donde dormitaban los discípulos del Maestro. El pobre pelele de Judas les dirigía hacia su objetivo, flanqueado por mercenarios de origen egipcio. Los discípulos, dominados por el terror, huyeron sin plantarles cara. Los mercenarios, envalentonados, entraron hasta donde se encontraban el Maestro, Pedro, Santiago y Juan. Santiago fue golpeado con una maza y huyó, mientras su hermano Juan logró zafarse del esbirro que le sujetaba y corrió a refugiarse a la Casa, donde dormían las mujeres y se encontró a mi señora Miriam preparada para partir.

Pedro fue el único que se enfrentó a los intrusos. Desenvainó su espada e hirió a uno de los siervos del Pontífice, pero detuvo en seco su lucha tras recibir la más dura reprimenda del propio Maestro algo que le dejó paralizado.

A partir de ahí comenzó la tortura buscada. Cada golpe, cada humillación sufrida por el Hijo de Dios hasta la hora de nona del viernes, en la que expiró, sería interpretado por el enemigo, hombres y espíritus, como una señal de victoria. Sólo durante esas 15 horas, los siervos de Lucifer, espíritus y hombres, se han sentido triunfadores.  

Otros más duchos e inspirados que yo han contado el relato de lo ocurrido durante esas 15 horas feroces, los conocéis bien y no quiero repetir. Pero sí añadiré algo que suele ignorarse. Por el escenario de la Pasión pululan tres grupos de seres, que se repiten a lo largo del devenir: los fieles, los infieles y los indiferentes.

Entre los fieles se cuentan las que conocéis como las santas mujeres, capitaneadas por si Señora Miriam y a los que acompañaba el adolescente Juan. Las fieles fueron más valientes que los discípulos. Ni lo pensáis bien, no podía ser de otra forma. Las mujeres, por su menor fuerza física, están más capacitadas para comprender el carácter de Dios. Sienten que imponerse por la fuerza sólo conduce la tristeza. Saben que si hay que elegir, y siempre hay que elegir, es preciso optar por la muerte, en la confianza de que morir por amor conduce a la resurrección. Y, naturalmente, matar es fácil, para morir se necesita mucho más coraje.

El amor consiste en eso: entre morir y matar, morir. Es la lógica de Dios y la única manera de vencer al odio. Es tarea de héroes, la única forma de pasar del tiempo a la eternidad. Cuando un ser entra en la lógica de Dios, la lógica de la cruz, ya se ha salvado.

Sí, las mujeres saben más de amor. De hecho, no se les llama sexo débil porque sean menos fuertes sino porque necesitan la droga del amor, necesitan sentirse amadas. Si no, languidecen, se deprimen, como decís los hombres del siglo XXI, todos en permanente depresión. Es la lógica de Dios.

El segundo grupo era el de los infieles, los que no resistieron la prueba o simplemente profesan su odio hacia el Maestro. Muchos por miedo, sí, pero también por desilusión. Idolatraban a Dios pero no le amaban. Cuando contemplaron que el que sanaba leprosos y resucitaba a los muertos era derrotado por las autoridades  a las que denunciaba, se avergonzaron de su ídolo.

En el grupo de los infieles, también se cuentan los sacerdotes judíos, los fariseos, los escribas, buena parte pueblo de Israel y los que llevaban siglos pervirtiendo las normas del Creador. Los de entonces y sus clones a lo largo de toda la historia nueva.

Pero, sin lugar a dudas, el grupo que más hiere el corazón de Cristo es el tercero: los indiferentes ante la cruz. No me refiero al gobernador Poncio Pilatos. Hablo de las miradas de seres incapaces de comprender la lógica de Dios, de los que contemplan la cruz como el símbolo de los mentecatos, de los perdedores, los que ignoran, y quieren permanecer en la ignorancia, de que para vivir hay que morir. Hablo de los que, contemplando a un Dios colgado de la cruz, no se comprometen.

Sabed que vuestro mundo terminará

en el momento en que el número de indiferentes al sacrificio de amor de la cruz sea tan numeroso que haya impuesto su lógica al conjunto de la humanidad. La misericordia de Dios puede soportarlo todo menos la abstención. Ese será el punto de no retorno y, entonces, vendrá el fin. Supongo que a las tres de la tarde, claro, cuando el maestro pronunció las palabras: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".

El drama del calvario terminó con las siguientes palabras: "Todo está consumado". Eso significa, como han desvelado algunos de vuestros representantes más adelantados en la lógica de Dios, que en la colina del Calvario, sobre la que hoy se eleva la Basílica del Santo Sepulcro, el Maestro recreó el mundo. Con lo que quiero decir que, con cada clavo que destrozó sus brazos y pies, con cada salivazo, con cada injuria sufrida por Jesús de Nazaret, Dios estaba creando el nuevo universo. Ahora, ya sólo queda crear la Nueva Jerusalén.

(Mc, 14, 32-72; 15, 1-41)

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com