Me encanta conversar con los taxistas. Quiero decir que cuando uno se pasa 12 horas diarias al volante, en la jungla urbana madrileña, una de dos: o enloquece o se convierte en un ser blindado ante las duras condiciones de la moderna existencia, que aborda la realidad, con la que no deja de estar en contacto permanente (12 horas, como creo haber dicho antes), elaborando unos análisis profundos, propios de quien afronta la realidad con un sabio distanciamiento. En definitiva, los taxistas constituyen un buen termómetro de eso que llaman opinión pública (siempre, que, como digo, no hayan caído en la demencia). Uno debe estar muy atento a los mensajes de los taxistas.

 

El otro día cogí un taxi, y surgió, cómo no, el asunto de la inmigración. Mi chófer de servicio público tenía dos ideas que transmitir: la primera, que por España no debe aparecer nadie que no venga con un contrato de trabajo bajo el brazo. Y una segunda condición: debe tratarse de trabajadores muy cualificados, porque los que tenemos ahora, "son muy vagos y se emborrachan mucho".

 

No cabe duda que nuestro Juan Español-taxista dice cosas que agradarían a Mariano Rajoy, pero también otras que entusiasmarían al Gobierno Zapatero. Es más, sigo diciendo que el Partido Popular era xenófobo, pero el PSOE es aún peor (que ya es decir): es demagógicamente xenófobo. Como diría el gran Wodehouse, la secretaria de Estado de Inmigración, Consuelo Rumí, tiene todo el aire de una persona que recibió una mala noticia el siglo pasado y no se ha recuperado todavía. Es ella la que ha expandido la teoría de que aquí no entra nadie que no tenga firmado un contrato de trabajo. Y los taxistas han aceptado el argumento, digamos acríticamente. De otra forma, manifiesta doña Consuelo y mi taxista favorito, "podrían crearse guetos y podría aumentar el sentimiento xenófobo de la población".

 

¿Lo ven? En el fondo lo hacemos por ello: no les permitirnos entrar y así no les odiamos. Bueno, a lo mejor sí se lo permitimos, más que nada para que trabajen donde los españoles no quieren trabajar: de albañiles, jornaleros, camareros y sirvientes. Pero sólo los que necesitamos, ni uno más, y siempre que se muestren sumisos, dispuestos a cobrar poco y con un contrato temporal, de ida y vuelta.

 

A todo esto; ¿alguien ha reparado en lo condenadamente difícil que resulta contratar un albañil en Lima? A un ingeniero especializado en centrales nucleares, o al turista británico  que llega a Mallorca (este no provoca xenofobia salvo en los policías encargados de detenerle) no le pedimos que venga con un contrato de trabajo: al peruano o al ecuatoriano, al hispano que habla nuestro mismo idioma, a ese sí: con ése nos ensañamos.

 

En definitiva, ha cundido la doble idea: el que venga tiene que venir con el contrato (temporal y precario, naturalmente) debajo del brazo y, además, que conste que es un vago redomado.

 

Por cierto, lo que los inmigrantes, especialmente los inmigrantes hispanoamericanos, están dando a España no es sólo trabajo, sino algo que podríamos resumir así: están teniendo hijos por nosotros y están cuidando de nuestros ancianos, que cada día que pasa son más numerosos.

 

Conste que el mundo no funcionó así durante siglos. Esta xenofobia institucionalizada, que cierra las fronteras, es propia de los últimos 20 años. Estados Unidos, como cualquier otra sociedad mestiza, se ha hecho con emigrantes. A nadie se le prohibía desembarcar en el Puerto de Nueva York, aunque tampoco se ayudaba lo más mínimo al recién llegado. Desde el mismo muelle del puerto, debía buscarse residencia y alimento. Y es cierto que en Europa existe un Estado del Bienestar del que puede aprovecharse el inmigrante recién llegado, también el ilegal. Pero eso no es malo ¿verdad?

 

No vaya a ser que ocurra como con el salario maternal propuesto durante las pasadas elecciones generales por el partido Familia y Vida: se trataba de considerar la maternidad como algo similar al derecho a cobrar una pensión de jubilación. A fin de cuentas, la madre aporta a la sociedad lo que la sociedad más necesita: personas. Pues bien, una de las "pegas" que se interponían era que si se instauraba ese salario maternal vendrían más inmigrantes a dar a luz en España. ¿Y qué? ¿Acaso la maternidad peruana es inferior a la española? ¿Acaso el inmigrante no aporta la sociedad española un montón de cosas buenas? Especialmente el hispano, que posee nuestra misma fe y nuestra misma lengua.

 

Eulogio López