El puritano es aquel que considera malo el placer porque provoca placer. El cristiano por el contrario, renuncia al placer para lograr placeres mayores. El catolicismo es, ante todo, un credo saludable. El gran Chesterton, criado en un cívico ateísmo, saboreó en su juventud el ideal puritano del buen inglés, cuya definición de caballero ha pasado a la historia, condensada en este genial principio : Ni una mala palabra, ni una buena acción.

Como buen incrédulo, Chesterton ejerció su incredulidad como catador de religiones. Lo primero que le llamó la atención de los papistas era que proponían una doctrina muy saludable: podías fumar, podías beber, nadie ponía en duda tu derecho a romper el ayuno cada mañana con un buen racimo de la grasosísima y sabrosísima salchicha británica, no era una urgencia pasar frío en invierno ni calor en verano, al menos si tenías el remedio a mano, la música y el baile eran aconsejables incluso para las voces más lamentables y las fisonomías más ovoides, la anorexia y el culto al cuerpo no eran patologías sino pura estupidez, la poesía no era una pose lírica sino la obsesión del hombre por sacarle el jugo a la vida, cualquier psicología estaba permitida salvo la tristeza, se pensaba para ser más feliz no para describir la depresión, ciencia y arte eran medios para satisfacción de la curiosidad humana, no para la exaltación de que la única convicción existente consiste en la imposibilidad de resolver cualquier duda, es mejor era hacer algo inútil que morirse de aburrimiento, uno sólo progresa cuando no se preocupa de progresar y las sociedades sólo se modernizan cuando piensan en el presente y cuando saben que el futuro llegará a una velocidad rigurosa de sesenta minutos por hora, la historia no es un nombre propio, sino un adjetivo de la libertad del hombre, la mujer había sido puesta en el mundo para ser feliz y para ser admirada, no para amargarse jugando a ser hombre, el dinero ha sido creado para ser gastado con la mayor generosidad y celeridad y el ahorro es obsesión de pusilánimes y la vida es pura comedia y la tragedia no es sino el instrumento para que resalte con mayor dramatismo el final feliz, el Viernes Santo no es más que la víspera del Domingo de Resurrección y nadie ponía en duda que las prolongadas estancias en la taberna de George, en Fleet Street constituían la forma más sacrificada de salvar al mundo, y no una perdida de tiempo con los amigotes en conversaciones ridículas.

Y claro, Chesterton acabó siendo bautizado en un hotel, trasformado en Iglesia por un día, en Beaconsfield.

La ministra de Sanidad española, Elena Salgado, no se parece mucho a Chesterton. Como buena puritana, desconfía del placer y la alegría, le parecen cosas poco serias. Como no es un caballero, no conocemos sus malas acciones pero sí sus buenas palabras. Como es vegetariana, la pobre tiene esa expresión tristona y, como buena puritana, se ha empeñado en cargarse la libertad y con ella la responsabilidad personal. Salgado (Salgado, te has pasado, que diría La Gaceta) no confía mucho en la liberad personal por lo que, en lugar de informar al personal de las consecuencias negativas del tabaco, prefiere aprovechar su poder de ministra para prohibirlo. Como el aborregamiento colectivo de los occidentales, antaño maestros de libertad, ante el Oriente y las Américas, se lo permite sin chistar, ha decidido prohibir el vino, precisamente el artículo que siempre ha marcado el ritmo civilizador en la historia. Los hombres del norte sabían bien que la civilización comienza donde crece la vid, y de ahí su obsesión por invadir el mundo mediterráneo. La vid necesita la luz del sur y la enología es ciencia y arte todo a un tiempo, una ciencia exacta, porque tiene muchos siglos de historia. Esto es lo grave de esta puritana triste, y no el hecho económico de que pretenda terminar con la industria vitivinícola española, la mejor del mundo, para goce de franceses, italianos y norteamericanos, que contemplan cómo su principal competidor se destruye en guerra civil, la especialidad de los españoles.

Que se trate de la misma ministra que ha promulgado la ley de embriones, la norma de carácter más nazi que se haya promulgado en el mundo desde la caída de Hitler, no supone contradicción alguna. Ante al contrario : para el puritano igual que para el orientalista o el ecologista, es panteísta. Eso le lleva a penar que toda especie animal merece ser protegida, menos la especie humana. Para la especie humana le reserva una tutela forzada, una pléyade de prohibiciones, aunque todas ellas, quede claro, bajo el desgraciado refrán castellano de que quien bien te quiere te hará llorar: no fumes, no bebas, no engordes, no comas hamburguesas, no rías: ni una mala palabra ni una buen acción.

Si esto ha hecho la ministra de Sanidad, que acaba de convencer a los franceses para que sigan el mismo camino prohibicionista, me aterra pensar en lo que puede suceder cuando otra puritana, llamada Hillary Clinton, llegue a la Casa Blanca, es decir se convierta en emperatriz del universo. Como para cambiarse de planeta. Hillary es la misma que se enorgullecía de la educación de su padre metodista (es decir, rigorista y puritano), quien les apagaba la calefacción en invierno, no porque no pudieran pagar la factura, sino para que nos acostumbráramos a soportar el frío. Con esa formación no puede salir nada bueno. Y es que lo que el puritano ignora es que nadie peca con alegría.

Eulogio López