El ateísmo no es muy aficionado a los cambios. Por lo general, los ateos se pasan siglos defendiendo los mismos argumentos o más bien buscando el punto débil de los argumentos de los creyentes. O sea, algo así como la teoría de la Conspiración de Pedro José y Jiménez, que en sí no se sostiene pero que plantean muy serias dudas sobre los argumentos del adversario.

Sin embargo, ahora podemos asistir a una cierta renovación. De hecho, contamos con dos novedades para la temporada primavera-verano: el ateísmo neuronal y el ateísmo maquinista.

El ateísmo neuronal está de moda con la explosión –en ocasiones, explotación- de la bioquímica, de los avances en genética y de las muchas majaderías que se dicen en torno a la biogenética. Podríamos resumirla con el título de un programa de televisión: "Somos lo que comemos". Desconozco si los autores de tamaña genialidad saben que el inventor de la frase es Ludwig Feuerbach, la izquierda hegeliana que Marx -Carlos, no Groucho-, popularizó para que la historia pudiera llorar.

El problema de esta tesis consiste en que choca contra otra fuerza de la naturaleza, que es el sentido común. Porque claro, si somos lo que comemos: ¿por qué razón no nos volvemos un poco vacas cada vez que nos tomamos un bistec? Y lo que es más importante: si todo nuestro cuerpo se renueva en un lapso de entre dos y siete años -más rápidamente cuando niño, más lentamente cuando adultos-, y si ni una sola de nuestras células es la misma que hace 10 años, ¿por qué mantenemos nuestra historia, nuestra memoria, nuestra identidad de hace 10, 20, 30 años y hasta setenta años? La solución a este enigma no es otra que la tradicional, la clásica, que por algo es clásica: existe algo en nosotros que es inmaterial, y que es lo que los cristianos llaman alma, los psicólogos personalidad, los filósofos espíritu, los artistas sensibilidad, los médicos psique y así sucesivamente. Ese algo inmaterial, y por inmaterial eterno, pues no se puede dividir –no tiene partes-, y la muerte no es más que la disgregación interna de un ser, es la parte de nuestro yo que piensa y ama –u odia, que es muy libre-, y la denominación más genérica es "espíritu". El hombre no es más que materia y espíritu, fundidos de forma indisoluble, funcionando como un uno, un verdadero café con leche. La piedra es materia sin espíritu, el perro es materia con espíritu, sólo que no espíritu no racional, no libre, un ángel no es más que espíritu sin materia, Dios es espíritu puro, no creado, precisamente porque es el poseedor de la existencia.

Está claro que ante un argumento tan aplastante, que desde Aristóteles hasta acá campa por sus respetos en el planeta, los ateos de hoy tenían que cerrar esa vía, y lo han encontrado en el alma neuronal. Hay unas células que permanecen, las neuronas, por lo que está claro que la tal alma es material es decir, está en las neuronas. El prestigiosísimo ateazo Eduardo Punset nos lo certifica en su obra genial y definitiva "El alma es el cerebro", que viene a decir que el cerebro piensa (¿Con qué tipo de cerebro se puede llegar a tamaña majadería? Saquémosle el cerebro al Punset, a ver si sigue siendo Punset.

La verdad es que las neuronas también nacen y mueren, en el sentido de que cambian, mutan y se degradan, pero asombra que los más sesudos y progresistas científicos del planeta hayan vuelto a la glándula pineal de nuestros ancestros o que, sencillamente, no adopten la prueba del nueve: lo mejor sería que se extrajeran el cerebro y todo el aparato neuronal, le dotaran de un aparato locomotor –posible- y otro digestivo –asimismo muy posible- y evaluaran el amor, la sensibilidad y la capacidad de aprendizaje del engendro conseguido. Pero, en el entretanto, los ateos se consuelan un tanto: al menos tienen el refugio del alma neuronal. Y si cuela, cuela.

La segunda opción agnóstica es el ateísmo maquinista. La progresía –por ejemplo El País y El Mundo- dedican más tiempo al alma neuronal, pero no descuidan la opción de la máquina inteligente. Aquí se invierten los términos –muy sutil-: no sólo es que el hombre no haya sido creado por Dios sino que el hombre se convierte en dios y crea seres humanos inteligentes. Es muy seria la cosa. El diario El País, arquetipo de la seriedad intelectual -figúrense, lo inventaron Polanco y Cebrián- nos sorprende con Cog, el robot que está haciendo el cursillo para ser dotado de alma. Y hasta podríamos convertirlo en forofo del Madrid. Lo dice la teóloga de los robots, uno de los miles de personajes seguidores de Isaac Asimov, una gran novelista que probablemente nunca pensó que sus novelas fueran a ser tomadas en serio por una banda de chiflados.

Así que los agnósticos, siempre deseosos de buscar alternativas a lo razonable, ya tiene dos juguetes con los que entretenerse. De este modo seguirán orillando la cuestión principal, que no es si existe un Dios creador, tampoco la residencia del alma o la imposibilidad del espíritu, sino ésta otra, mucho más primaria y radical: ¿Por qué existe algo?

Por cierto, mis queridos paisanos de la Fundación Príncipe de Asturias han otorgado sus premios de Comunicación y Humanidades a Nature y Science, dos exponentes del ateísmo neuronal, aunque la segunda, es más pluralista, y abre hueco al maquinismo, que no en vano, los premios que llevan el nombre del Príncipe Heredero del Reino de España constituyen uno de los puntales del Nuevo Orden Mundial (NOM). Nature y Science pertenecen a ese tipo de científicos a los que, como dicen en Polonia, Dios se ha dirigido en persona para asegurarles que no existe. Por eso tienen pruebas científicas sobre la falacia de Dios.

Pero no se apuren. La ciencia de los sabios es necedad ante Dios.

Así que ya lo saben: somos lo que comemos, somos los que fabricamos, pero, ante todo, siempre somos lo que somos. Y ahí radica el misterio: en que somos, y lo único que tenemos que descubrir es por qué estamos aquí. Bueno, por qué y para qué.

Eulogio López