La Asamblea de la República portuguesa debatirá, el próximo 3 de marzo, la ampliación de los actuales supuestos despenalizadores del aborto. La propuesta procede del Partido Socialista, Partido Comunista y Bloque de Izquierdas y pretende la legalización del aborto libre a demanda de la mujer embarazada. De esta forma, se trata de dar carta de naturaleza jurídica a una realidad que en España siega la vida a más de 77.000 inocentes. Unos gritos silenciosos que claman ante la conciencia de una sociedad adormecida por la comodidad y el bienestar, que corre demasiado rápido hacia ninguna parte.
Pero Portugal es sólo la primera estación de un proyecto paneuropeo que pretende la extensión de la salud sexual y reproductiva por todos los estados de la Unión Europea, incluidos los países que se incorporarán el próximo 1 de mayo. El proyecto forma parte de la estrategia de la Internacional de Planificación Familiar, que, junto a los grupos de presión feministas y homosexuales tienen marcada una clara agenda política. Bruselas es hoy una auténtica ebullición de la cultura de la muerte sobre el caldo de cultivo de una masonería que conoce y penetra en los puntos neurálgicos de la decisión política.
Pero la verdad es siempre más poderosa que la mentira, y la vida más fuerte que la muerte. La realidad es que nuestra Vieja Europa respira gracias a la joven migración proveniente de países pobres, pero vitales. Ausentes de recursos, pero excedentarios de vitalidad. La tristeza del Continente de la Tercera Edad, esconde su genocidio bajo la fría estadística y la supuesta bandera de defensa de los derechos de la mujer.
Pero, en su mentira, esconde también los riesgos en los que incurre la mujer que se practica un aborto provocado. Hoy en día, en el primer mundo, un 1,1 por 100.000 mueren por infección, embolismo pulmonar y accidentes anestésicos. Entre un 0,2% y un 1,2% sufren perforación en el útero. Además, el aborto puede producir trombosis de la vena ovárica y el aborto provocado por aspiración aumenta seriamente los riesgos de pérdida del hijo en el siguiente embarazo, según el Shangai Institute of Planned Parenhood Research. Y, por si fuera poco, el polaco Pieleg Polozna también ha detectado alteraciones en el orgasmo y las relaciones sexuales de numerosas mujeres que abortaron voluntariamente.
Todo ello por no hablar del silenciado síndrome post-aborto, la alteración de los estados de ánimo, las autolesiones y unas secuelas psiquiátricas difícilmente tratables que, según la psiquiatra Melinda Tankard Reist, son independientes de la actitud previa de la mujer hacia el aborto.
De todo esto no se habla. Porque siempre es mejor parchear y seguir tirando, mirar para otro lado y hacer como que no hemos visto nada. Lo malo es que la realidad es testaruda y se empeña por ser alumbrada. Y la realidad del aborto es siempre triste. Empezando por ese niño que no ha podido disfrutar del regalo que usted y yo disfrutamos. Es triste para una sociedad que prefiere pasar de puntillas ante el mayor genocidio de la historia. Y resulta bochornoso para unos políticos que prefieren satisfacer las demandas de sus votantes antes que enfrentarse a la realidad de la vida que llama desesperadamente a nuestras puertas.
Esta es la gran batalla del siglo XXI. La cultura de la vida frente a la cultura de la muerte. La realidad frente a la ficción. La esperanza frente a la angustia vital. La conciencia frente a la hipocresía. Usted decide. Pero no se engañe. Si una sola vida no merece la pena ser vivida, tampoco la suya vale la pena... Ya es hora de levantar el velo a los pseudoprogres de salón. El aborto no es progresista. Ni tampoco defiende los derechos de la mujer. Ni construye comunidad política. Porque si un niño no está seguro en el vientre de su madre, ¿qué seguridad nos queda al resto?
Luis Losada Pescador