La gente no tiene hijos porque le falta dinero. Desde luego, la carestía de la vivienda y los sueldos bajos no ayudan mucho a que una pareja se decida a tener hijos, y mucho menos a formar una familia numerosa. Económicamente, nada que oponer a semejante razonamiento. Ahora bien, no nos engañemos, la falta de medios era mayor en los años sesenta del pasado siglo, y en todo Occidente, los índices de natalidad duplicaban, triplicaban y cuadruplicaban los actuales. Entonces, algo falla. Benedicto XVI, el papa que demuestra su increíble inteligencia negándose a comportarse como un intelectual, es decir, como un pedante, lo ha certificado con motivo de su alocución ante la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, reunida en el Vaticano : no se tienen hijos, no porque falta dinero, sino porque falta fe y esperanza.
Me ha encantado la precisión, porque la esperanza es la más desconocida de las tres virtudes teologales. Mal que bien, la gente acaba por comprender que la fe no es una iluminación paulina, sino confianza en Cristo y desconfianza de los propios talentos y, especialmente de la propia inteligencia, cualidad esta muy talentosa, sino, pregúntenle a Hans Küng, por ejemplo- y que caridad no es otra cosa que sinónimo de amor, y, ya puestos a realizar esfuerzos memorables, que el amor no es lo que se hace en la cama cuando no se duerme, sino donación de uno mismo.
Ahora bien, lo de la esperanza es una virtud que suena tan, tan bonita, que solemos quedarnos ahí donde se quedan los frívolos: en la apariencia fonética. La esperanza es la gran desconocida, procede del mismo tronco que la fe. La esperanza ni es nostalgia ni es resignación ni consiste en la mentecatez de pensar que todo tiempo futuro será mejor. La esperanza es confianza en estado puro, abandono filial en manos del todopoderoso, porque, al final, caramba, la premura diaria tampoco es tan importante.
Es que el miedo no sólo es libre, sino prolífico. Y el miedo a la vida es el terror más pernicioso de todos. Al final, no es que no se tengan hijos por falta de medios, es que se acaba por aborrecer la propia vida, como aquel personaje de Jean-Paul Sartre que para fastidiar a Dios decide aniquilar a la humanidad por el método más simple de todos: no tener hijos. Es muy difícil amar la vida sin fe. Sin fe sólo se aprovecha, compulsivamente, como el dinero a fin de mes, para que no se termine nunca. Pero no se saborea.
Pero una vez más, Benedicto XVI lo explica mejor que este glosador. En Zenit, claro está.
Eulogio López