El nombre de Maximiliano Kolbe puede verse desde varios puntos de vista. El franciscano polaco es conocido, ante todo, por ser el prisionero del campo de exterminio nazi de Auschwitz que se cambió por un padre de familia condenado a muerte; padre que sobrevivió a su mismísimo proceso de canonización, es decir, desde el 14 de agosto de 1941 hasta el 10 de octubre de 1982.

Y es una buena perspectiva. Yo estuve allí en Auschwitz, y aprendí alguna cosa. Por ejemplo, que Kolbe no fue gaseado (15 minutos de angustia) como en el campo vecino de Birkenau le ocurriría la judía católica Santa Edith Stein. No, los asesinos nazis no podían ser tan sencillos: Maximiliano Kolbe fue condenado a morir de hambre y sed en una mini-celda que más parecía una armario empotrado, donde se podría sentar, pero no tumbar, con un calor tumbativo, claustrofobia, sensación de asfixia y pérdida de la noción del tiempo. Y como pasaron dos semanas y aquel católico cabezón no se moría decidieron inyectarle una inyección-puntilla en el corazón. La eficiencia germana lo exigía.

Este noble oficio del periodismo, y Kolbe era, antes que nada un periodista, exige aquello que otro gran hombre del siglo XX, Gilbert Chesterton, a su novia Frances Blogg, durante sus comienzos en Fleet Street: El poeta que escribe su nombre sobre una docena de pequeñas páginas en el silencio de su despacho, quizá tenga, o no tenga, el derecho intelectual de desdeñar al periodista; pero dudo mucho que no mejorará moralmente si viera las grandes luces arder durante la noche hasta el alba y oyera el estruendo de las rotativas que tejen los destinos de otro día. Ahí, por lo menos, tenemos una escuela de trabajo y ruda humildad, la obra más basta que se haya editado anónimamente desde las grandes catedrales cristianas.

Si le hubieran preguntado a ambos, tanto a Chesterton -seguramente el gran pensador del siglo XX, como a Kolbe -el gran mártir del siglo XX- cuál era su profesión ambos hubieran respondido lo mismo: soy periodista.

Pero hay prismas para contemplar a Kolbe. Por ejemplo, fue un gran editor. Su producción de libros, periódicos y revistas le asemejarían hoy a cualquiera de los miembros del  oligopolio informativo, al menos en su versión impresa.

Una tercera perspectiva: Su amor a la Virgen. No me pregunten por qué pero los grandes pensadores de la Iglesia, los racionalistas más fríos, siempre han sentido un profundo amor a Santa María, actitud que, desde el tópico, no se concilia muy bien con mentalidades coriáceas, para las que la mujer nunca es madure, ni propia ni de los hijos, sino amante, a ser posible de usar y tirar.

Eulogio López

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