No es santo de mi devoción, pero Gustavo Villapalos, en compañía de Enrique San Miguel, ha elaborado un buen libro, cuya lectura aconsejo: El Evangelio de los Audaces. No es sino la biografía de 10 políticos cristianos, encabezados por unos de los fundadores e impulsores de la Unión Europea, como Konrad Adenauer, Alcides de Gasperi o Robert Schuman.

Digo que no me agrada Villapalos porque es un ilustrado hombre del siglo XX, es decir, de la modernidad, empeñado en utilizar las biografías de estos grandes hombres del pasado siglo, católicos comprometidos con su fe, de los que se quitaban el sombrero al entrar en el Parlamento, pero no la cabeza, como muestra de que se debe separar religión y política. Y esto es muy cierto : la religión y la política deben separarse salvo en el corazón del hombre. Es como el alma y el cuerpo: merecen análisis separados, pero el hombre se caracteriza por ser precisamente eso: mezcla indisoluble, al menos en vida, entre algo inmaterial y algo material. Y este distingo no es ajeno a la comprensión casi general de una verdad meridiana: el siglo XXI será confesional o será anticonfesional.

Villapalos recuerda que muchos de los grandes hombres, prácticamente todos los grandes estadistas católicos, como los citados, más John Kennedy, Balduino de Bélgica o el mismo Ángel Herrera Oria, fueron coherentes con su fe católica, pero no confesionales. Claro: Adenauer nació en 1876, Gasperi en 1881, Schuman en 1886. Son hombres con formación del XIX que vivieron el siglo XX, el de las grandes ideologías y el de los grandes totalitarismos, cuando la doctrina social de la Iglesia tuvo que nadar entre un liberalismo anticlerical y adoctrinario, que acababa, de hecho ha acabado, en capitalismo especulativo, y unos totalitarismos nazi y comunista, que deificaban al Estado. Era el tiempo de la modernidad, el tiempo de las ideologías, y lógicamente no se podía comprometer  a la Iglesia en un mundo ideológicamente enfrentado. Casi diría que los mayores de 40 años no pueden entender la necesaria confesionalidad del siglo XXI... Porque somos hombres del siglo XX. Si yo hubiera nacido en el siglo XIX, o fuera un hombre de la generación de la post-guerra mundial, habría luchado por que un partido político que defendiera principios cristianos fuera cualquier cosa, de izquierdas, de derechas o medio pensionista, salvo confesional.

El problema es que la modernidad muere en el año 2000, y con el siglo XXI comienza la post-modernidad, que es cosa bien distinta. La post-modernidad sólo considera las opciones morales, no las económicas, ni las territoriales, ni las estructuras políticas. La post-modernidad es hija del relativismo, del laicismo y del progresismo, y es fiel al viejo lema: Abajo los curas y arriba las faldas.

La post-modernidad es, por decirlo en pocas palabras, lo que ha ocurrido con Rocco Buttiglione. Al final, como informábamos el miércoles 27, Buttiglione no ha recibido mucho apoyo de su propio grupo político en el Europarlamento (insisto, estruendoso silencio el de Jaime Mayor Oreja) y ha sido crucificado por un personaje como el socialista español y presidente del Europarlamento, José Borrell, el hombre que se tragó las primas únicas y las cesiones de crédito de La Caixa y el Santander, el hombre que apoyó a los grandes poderes económicos, un personaje que por su intolerancia evoca la derecha más dura pero cuyo progresismo y su odio al Cristianismo le han valido la calificación de progresista y de socialista. Borrell no tuvo el miércoles 27 la elegancia necesaria para saber ganar (que es arte casi tan difícil como el de saber perder). Ante un Buttiglione censurado por la progresía de izquierdas y abandonado por los complejos de la progresía de derechas (los democristianos, aunque ya no quieren ser llamados así, del PP), Borrell echó sal en la herida y consideró que el acto más antidemocrático (fascista o leninista, como ustedes prefieran) de la historia de la Unión Europea (vetar a un político democráticamente elegido por el hecho de ser cristiano y expresar sus opiniones sobre la familia y la homosexualidad) servirá para que la gente se tome en serio al Europarlamento.

Últimamente, Juan Pablo II repite una y otra vez que el relativismo no es que sea malo, es que terminará con la democracia. En efecto, si el único principio es la ausencia de principios, ¿por qué habría que respetar institución alguna, por qué ceder ante el adversario, por qué consensuar? Que gane el más fuerte. Si la verdad no existe, ¿quién tiene derecho a poner coto a mis ambiciones?

Villapalos recuerda las palabras de Schuman: La democracia será cristiana o no será. Chesterton lo presagiaba de otra forma, cuando advertía que la modernidad son las viejas ideas cristianas que se han vuelto locas. Al final es lo mismo : hemos entrado en la era postmoderna, la era Buttiglione. La post-modernidad más inteligente trabaja presurosa en la elaboración de una nueva moral que sustituya a la cristiana, pero su contradicción íntima se lo impide: ¿No habíamos quedado en que la moral no existía? La post-modernidad más vulgar, la de los socialistas españoles Enrique Barón y José Borrell, ni se da cuenta de su contradicción: acabarán cargándose la libertad en nombre de la democracia.

En cualquier caso, no se pierdan el libro de Villapalos.

Eulogio López