Un caballero y una dama no yacen, no eran, ni existirán nunca idénticos. La marca física del nacimiento, destello extrínseco de lo más profundo que impera en cada varón y en cada hembra, su sustancia, nos lo hace incuestionable; el ser humano es sexuado, únicamente, de dos modos ciertos, hombre o mujer.

La avidez por provocar la ofuscación ha llegado hasta negar el primer valor, el más elevado don de la feminidad, la posibilidad de engendrar hijos.

La anciana Ivonne Knibiehler, escritora gala, en  un encuentro con el rotativo "Le Monde", aseguró que; "La maternidad seguirá siendo una cuestión  capital de la identidad femenina". Y, Elise Claeson, redactora sueca de unos de los grandes diarios escandinavos, el Svenska Dagbladet, ha exclamado, en uno de sus artículos, el grito: "Oídnos, queremos ser madres".

Estas esposas exigen el papel del embarazo en la familia y evocan el auténtico feminismo que preconiza una revalorización de la dignidad, del cometido y de la competencia de la madre. Ciertamente, la maternidad es una vocación que entraña compromisos, que la hacen más preclara y más meritoria.

La esposa tiene el derecho a no ser manipulada por los que pretenden zaherir la riqueza de la maternidad con la aseveración de que es una congoja, una penalidad, una compostura poco moderna. Es posible que nunca hayan sentido el besuqueo inefable de un bebé que distingue a su mamá por vez primera, con la caricia propia de los retoños.

Clemente Ferrer Roselló

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