Tadahiro Matsushita se ha suicidado. Era el ministro de Servicios Financieros de Japón. Al parecer tenía una amante y un diario sensacionalista japonés iba a publicarlo. Y ante todo, para un buen oriental, el honor: cogió una cuerda y se la anudó alrededor del cuello.
En esta historia subyace un error de bulto, que encima se nos suele achacar a los cristianos occidentales, en concreto, a los europeos, más en concreto a los españoles, que se supone inventamos eso del honor, aunque uno duda mucho de que poseamos el copyright. Tenemos demasiada ansia de felicidad como para todo eso.
Ser honorable no consiste en suicidarse cuando el prójimo se entera de que le hsa colocado la cornamenta a tu señora sino en no ponerle la cornamenta a tu señora, en ser fiel al voto de lealtad al que se comprometió con ello. Se mantenga en secreto o no. Y esto, sea por el rito que sea, incluidos los ritos de los matrimonios civil y militar.
Suicidándose, Tadahiro no ha recuperado su honor. La Iglesia tiene otra solución: cuando uno comete un fallo se arrepiente del mismo, pide perdón y vuelve a empezar. Es el gran chollo del cristianismo: cuenta con un Dios misericordioso. El honor no es más que humildad. Este es el problema de no poseer el sacramento de la penitencia. Sin él, el hombre está condenado, siempre, a cadena perpetua. Porque errores va a cometer, el ser humano es falible unas siete veces por día, pero si no se atiene al arrepentimiento debe atenerse a la desesperanza.
Así de crudo: el honor, entendido a lo Matsushita, no es otra cosa que soberbia, la soberbia de quien no puede fallar. Sobre todo, no puede permitir que los demás contemplen nuestras miserias y nos juzguen por ellas. En cualquier caso, descanse en paz.
Vamos, que la clave de la felicidad está en la vilipendiada confesión sacramental.
Eulogio López
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