En cuanto la gente comienza a creer que la prosperidad es una recompensa a la virtud es evidente que la calamidad está próxima. Si la prosperidad se considera la recompensa de la virtud, también se la considerará un síntoma de la virtud. Los hombres abandonarán la pesada tarea de hacer triunfar a los buenos y se dedicarán a la más sencilla labor de hacer buenos a los triunfadores (Es lo que) ha ocurrido gracias al comercio moderno y al periodismo.
No se si lo habré citado alguna vez, pero las líneas anteriores son una sentencia de Gilbert K. Chesterton, y resulta una de las mejores definiciones del capitalismo tal como lo entendemos hoy. Tanto el progresismo de derechas como el de izquierdas, a pesar de su obsesivo empeño en marcar diferencias, abrazan con igual entusiasmo al triunfador. Calvino ha vuelto, y ha triunfado de manera inenarrable: el rico lo es por méritos propios, porque es un buen tipo; respecto al miserable algo habrá hecho para encontrarse donde se encuentra. La progresía de derechas tiene en este capitalismo triunfante su mejor excusa para desligarse de sus congéneres, y la progresía de izquierdas la mejor excusa para obviar lo que despectivamente llaman caridad y sustituirlo por lo que califican de filantropía, que, además, desgrava muchísimo. Por eso, al rico no le gustan nada las iglesias y le encantan las ONG. En el peor de los casos, estas les exigen dar, aquellas le exigen darse.
Para ambos, progres de izquierda y derecha, lo importante es el resultado. La ética capitalista es una ética invertida, con perdón. Se fija en los resultados, y si los resultados son buenos, no cabe la menor duda de que las premisas también lo son. Al hombre de hoy poco le importa cómo ha obtenido el rico su fortuna: si ha conseguido ser rico es que es un buen tipo.
Pero el capitalista, no vayan ustedes a creer, también tiene principios. Tiene, por ejemplo, principios ecológicos. Las grandes empresas se han inventado lo de la responsabilidad social corporativa, no para ayudar a los más necesitados esto está pasado de moda- Al rico de hoy el hombre le importa poco, pero los problemas ecológicos de la humanidad le desvelan. Greenpeace acaba de hacer público un informe que, como todos los suyos, ha contado con el beneplácito de los medios. En su empeño porque volvamos a la caverna y sobretodo, en que defendamos a todo tipo de especies animales y vegetales, incluida la víbora cornuda, con la única excepción del hombre el grandísimo depredador al que conviene abortar antes de nacer porque no hace otra cosa que consumir recursos naturales-, los circos de la paz verde nos informaran de que en Chernobil no murieron 5.000 personas, sino lo menos 200.000. Justo cuando el mundo se replantea la energía nuclear por la sencilla razón de que las tecnologías productoras de energía que han ocupado el lugar de la nuclear han provocado el efecto invernadero, asimismo exagerado por los ecologistas.
Con esa alegría que les caracteriza, los ecologistas no ofrecen esperanza alguna: toda energía es nociva para el planeta, por lo que debe ser eliminada. Naturalmente, sin esa energía los activistas de Greenpeace no podrían moverse por el mundo, con esos continuos viajes por el mundo con los que castigan sus cuerpos en defensa de la madre naturaleza. Así que la única forma de lograr un desarrollo sostenible consiste, según los ecologistas, en destruir a la raza humana. Es lo que se llama el suicido en directo.
Sus fraternales compañeros capitalistas no piensan exactamente así: están por el suicidio, el control de la humanidad y la sumisión del hombre al planeta Tierra, pero lo posponen para cuando ellos estén criando malvas.
Entre ambas posturas, no obstante existen muchos, la mayoría, puntos en común, Hemos inventado el ecocapitalismo, cuyo credo es el capitalismo y su objetivo vivir lo mejor posible a costa de los demás. Es decir, nos hemos vuelto todos lelos, porque encima les aplaudimos. El Foro de Davos y el de Portoalegre se dan la mano en Greenpeace. Recuerden, el rico y el poderoso son buena gente. De otra forma, no serían ni ricos ni poderosos. Y el que diga lo contrario es un envidioso.
Eulogio López