Alguien, alguna vez, en algún momento, debería decirle algo, en algún momento, al abad de Montserrat, Josep María Soler, de quien lo que menos me preocupa es su postura catalanista.

Eso es una fruslería. Más preocupante es la declaración Religiones y Construcción de la Paz, otra maravillosa delicuescencia ecléctica, es decir, una macedonia de creencias y cosmovisiones, muy del gusto de nuestra progresía. ¿No queríais religión? Pues trágate todos los credos mezclados, bajo el principio inspirador de esa gran pensadora que es la vicepresidenta primera del Gobierno, para quien todas las culturas valen lo mismo, y lo importante es el respeto mutuo. O sea, que como toda valen lo mismo, ninguna vale un comino.  

Nos cuenta Juan Claudio Sanahuja, en Noticias Globales que el papel en cuestión hereda todas las potentísimas ideas de la Declaración del Milenio, donde aparece reflejado el nuevo mandamiento de la nueva era de que ninguna religión debe mantener verdades inmutables. Y esto es bello e instructivo, porque nos enseña, queridos niños, a distinguir entre herejía y mera estupidez. Junto hasta la Cumbre del Milenio, con el colofón de la Declaración de Montserrat, la humanidad tenía claros axiomas como este. Si es verdad es inmutable, y si no es inmutable, es que no es verdad. Cambian los hechos, las personas y hasta los abades de Montserrat, pero las verdades no cambian nunca, quizás -profundo que es uno- porque son verdades. Decir que no se cree en verdades absolutas es decir que no se cree en nada, porque la verdad o es absoluta o no es verdad. Y por las mismas, decir que uno se siente en posesión de la verdad no es fanatismo, sino sentido común mondo y lirondo. Cuando se defiende una postura es porque se tiene certeza sobre la misma, y, a partir de ahí, lo único que está prohibido es la incoherencia. La tolerancia y el respeto no, pero una y otro son patrimonio de quienes creen en algo. A quienes nada creen les basta con ser educados. Total, ¿para qué molestarse en contra-argumentar, si ninguna conclusión merece la pena, porque todas las conclusiones valen lo mismo, es decir, no valen nada?

Eulogio López

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