(Juan 10, 1-42). El bueno de don Julián había instalado su confesionario en la mitad izquierda del templo, junto a la salida. Buena salvaguarda para la intimidad del penitente, tanto de ojos como de oídos extraños, al tiempo que le permitía contemplar el Sagrario y charlar con su habitante. Quizás exageraba en las precauciones: a fin de cuentas, apenas contaba con penitentes, pero el segundo objetivo no era menos importante.

Era una iglesia desangelada, o sea, lo que no debe ser una parroquia, que siempre debe contar, al menos, con un ángel como dique de contención ante las tontunas humanas. Yo no tengo encomendada esa función pero conozco al titular del templo del que os hablo. Estaba ubicado en un barrio marginal madrileño, uno de esos aparcaderos donde el urbanismo había volcado un aluvión de ciudadanos que residían allí porque no podían residir en otro sitio. Un barrio sin historia, más viejo que antiguo y más sedimentado que forjado. Pero la felicidad es un plato que no se cuece en la propia calle sino en la propia casa.  

En aquel tiempo -primeros años noventa del siglo XX- los confesionarios criaban telarañas pero don Julián era aragonés: baturro, testarudo, empeñado en que lo suyo era administrar sacramentos, no condones, y consolar al triste con algo más que otorgar razón a sus estridencias. Vamos, que entre los dos grupos de sacerdotes existentes en los albores del siglo XXI, Don Julián pertenecía al bando de los que creían en Dios. El problema es que no contaba con muchos administrados, por lo que su tentación habitual no era la herejía, sino la desesperanza. Total, que la estratégica posición de su garita, donde pasaba horas armado de breviario y rosario, le permitía hablar con el Cristo real, el encerrado en el tabernáculo. Nuestro cura también pertenecía al grupo de cristianos que prefiere dirigirse, no a las imágenes creadas por el hombre sino al creador del hombre, visible bajo la apariencia de pan ácimo:

-Está muy bien, Señor, esto de ser un pastor sin ovejas. Como mucho, entra aquí alguna anciana y se dirige a la imagen de Vuestra Madre, una imagen que, por cierto, nunca me ha gustado. El artista no pasara a la historia por su arte.

-Quédate ahí Julián –le respondieron desde el Sagrario-. Así, cuando alguien quiera visitarme en tu guarida te encontrará en ella, dispuesto a representarme.

-¡Ahí, ahí!: me gustaría que alguien acudiera al centinela y mostrase algún deseo de arrepentirse. Porque esa es otra, Jesús Mío: no viene nadie y, entre los pocos que se acercan, abundan los que sólo vienen a convencerme de que, después de todo, no son tan pecadores como podría parecer. Siento como si administrara más confesiones que conversiones.

-Recuerda que sólo eres el administrador, no el propietario, de Mi Misericordia.

-No se me olvida, Señor, pero es que algunas de mis ovejas parecen empeñadas en arrearle una dentellada en la yugular al Buen Pastor. Debe ser que como siempre os representan con el animalito sobre los hombros, aprovechan la circunstancia. Vamos –prosiguió-, que, de vez en cuando, echo de menos la llegada de algún lobo. Son tan poco dóciles como las ovejas pero al menos podría convencerles de su error.

-¿Me estás pidiendo que te llene la Iglesia de jóvenes?

-En ningún modo. Me preocupa más la ausencia de los viejos. A veces me parece hasta lógico que los jóvenes no pisen los templos. A esa edad, la muerte y el juicio son algo que se siente lejanísimo. Cuando tienes los huesos duros, sabes que puedes ser convocado en cualquier momento. Entonces buscas abogado defensor.

-¿Pastor de lobos? –observó el Sagrario, volviendo atrás en la conversación: eso te convertiría en el perfecto ecologista. Tengo entendido que es una especie en peligro de extinción.

-Los lobos de cuatro patas sí están en peligro de extinción. Los de dos no corren ningún peligro.

Don Julián pensaba en los penitentes que se aproximaban a la garita, no para confesar humildemente sus faltas, con dolor de los pecados y propósito de cambiar de vida, sino para explicarle a aquel cura anticuado, aún disfrazado de negro, que el mundo había cambiado y que las anquilosadas estructuras eclesiásticas debían adaptarse al siglo XXI, ya en ciernes. A fuerza de escuchar en el confesionario los atinados consejos de alumnos convertidos en maestros, que no, como debieran, sus miserias, don Julián había aprendido mucho acerca de las sutiles técnicas de trasmisión y comunicación que la vetusta Iglesia debería utilizar, so pena de perder el ritmo de la historia. Aquellas soflamas de los posconciliares penitentes no angustiaban en exceso a don Julián, porque conocía la idiosincrasia nacional y sabía que detrás de cada español hay un obispo sin mitra que posee el secreto oculto para arreglar la crisis del cristianismo que, por cierto, siempre, según los auto-mitrados, ha estado en crisis. Naturalmente, la culpa de la depresión de la fe correspondía a la jerarquía, su Santidad el Papa incluido.

Aquellas soflamas se presentaban bajo ropajes diversos, pero todos concluían con el mismo y profundo dictamen: La Iglesia necesita acomodarse al paso del mundo, a los nuevos tiempos. ¡Ah!, y conectar con los jóvenes: los jóvenes aseguraban los viejos de juventud perdida, son el patrón de la verdad. O, al menos, del éxito. Y siempre terminaban con el mismo remoquete: "Y si no, la Iglesia se va a la porra".

-Jesús, creo que mis ovejas están casadas con sus opiniones y con la idea de la eterna juventud. La verdad es que no lo entiendo, porque yo creo que los jóvenes no necesitan dar consejos sino recibirlos.

Pero desde el Sagrario no llegó respuesta alguna, por lo que don Julián se dedicó a empaparse del Evangelio del próximo domingo, momento supuestamente estelar de su actividad pastoral, en esa ocasión dedicado al Buen Pastor. Según costumbre, don Julián viajó en el tiempo 2000 años y se sumergió en el relato como un personaje más. Con la libertad de los hijos de Dios para vivir el Evangelio como le venía en gana, nuestro centinela se embutió en el personaje de un niño aguador, experto en encontrar pozos y manantiales de los que poder surtirse en la Palestina del siglo uno. Un muchacho huérfano que acompañaba al Maestro y a sus amigos por la tierra prometida.

En aquella ocasión tocaba recordar al seléucida Antíoco Epífanes, Rey de Siria, que, en opinión del aguador don Julián guardaba cierto parecido con algunos de nuestros políticos actuales. El bueno de Antíoco conquistó Jerusalén en el siglo segundo antes de Cristo, pero lo que realmente le divertía era humillar a aquellos judíos tercos, un pueblo tan miserable como pagado de sí mismo. Los hebreos, según Antíoco, resultaban insufriblemente arrogantes por su manía de creerse en posesión de la verdad. Por eso, para convertirles a la verdadera fe, es decir a la fe en Antíoco, decidió profanar su famoso templo de Jerusalén, llenándolo de imágenes de ídolos hechos por manos de hombres.

Los seléucidas no constituían una tribu de bárbaros. Muy al contrario, eran unos tipos de lo más ilustrado. Como sucesores de Alejandro Magno, habían extendido su poderío y su cultura por todo el Creciente fértil y llegado hasta Paquistán.

Cuando en el año 165 antes de nuestra era, Judas Macabeo logró expulsar a los seléucidas de Israel, los judíos refundaron el culto y, desde aquel momento, el pueblo elegido comenzó a celebrar lo que llamaban la Fiesta de la Dedicación. Re-dedicación del templo para el verdadero Dios, se entiende. Y dedicaron a ello grandes esfuerzos, a pesar de ser un habitáculo de proporciones similares al desangelado templo de don Julián.

Toda tradición religiosa comienza con una fiesta, que no hay cristianismo triste y sólo cuando, con el paso tiempo y el imperio de la rutina, los hombres olvidan el significado original de la conmemoración, la fiesta litúrgica se convierte en un tedioso sinsentido. La dedicación era, en verdad, una Fiesta.

Decía que don Julián se había introducido en la escena evangélica por una grieta de su imaginación para ser uno más entre aquellos personajes llegados del pasado cada vez que alguien lee el Evangelio. El Maestro se paseaba por el Pórtico de Salomón cuando se vio rodeado por un grupo de los que, en vuestra era, habrían aspirado a diócesis:

-¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? –le espetaron-. Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.

Espero no incurrir en irreverencia si os participo que el Dios-hombre es el mayor burlón del universo. Bien decían los clásicos que Dios juega con los hombres. Desde luego, Jesús de Nazaret jugó a gusto con sus compatriotas mientras duró su paso por la historia.

Era lo que podríamos llamar una comisión rogatoria o, más bien, una comisión insultona: miembros de las familias sacerdotales y representantes de los dos grandes partidos doctrinales: fariseos y saduceos. Dicen los cínicos que el único remedio contra el rencor es la amnesia por lo que el único remedio contra el odio debe ser el agotamiento. Desde luego, aquellos representantes del consenso israelita no parecían ni agotados ni amnésicos.

Plantados en jarras ante el Maestro, le preguntaron:

-¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo dínoslo claramente.

Y entonces, antes unos apóstoles acobardados, apareció el Maestro jocundo:

-Os lo he dicho y no lo creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi padre –acababa de poner en pié a un paralítico y, lo que es más relevante, convertido a un miembro del Sanedrín-, dan testimonio de mí.

Los aludidos echaban chispas por los ojos, sabedores que de que no podían negar aquellos milagros, al menos, el primero, pero la ironía se estiraba:

-…pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen.

Don Julián pensó entonces en las ovejas de su barriada, que más parecían carneros rebeldes.

-… Yo les doy la vida eterna, no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano.

El comando se amoscó. Eximios representantes del pueblo elegido, podían aceptar ser comparados con un león del desierto pero no con un manso corderito.

-… mi Padre, que me las dio, es mayor que todos y nadie puede arrebatarlas de la mano del Padre.

A continuación llegó el martillazo:

-Yo y el Padre somos uno.

Los increpantes se roían el hígado y ya no eran dueños de sus actos. Cogieron piedras para tirárselas y Simón Pedro puso su mano derecha en la empuñadura de la espada. Le parecía que el Maestro tentaba su suerte pero allí estaba él para defenderle.

A unos judíos histéricos, el Nazareno burlón les interpeló, con exquisito comedimiento pero insistiendo en la misma tesis:

-Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre: ¿por cuál de estas obras queréis lapidarme?

Alguno ya había levantado el antebrazo, cuando un miembro del comando institucional, más bien provecto, escasamente capacitado para la acción, respondió con despectiva gravedad:

-No queremos lapidarte –o sea, que sí que querían- por obra buena alguna, sino por blasfemia y porque tú, siendo hombre te haces Dios.

¡Bendito carcamal! Con sus magisteriales palabras, había proporcionado a sus colegas lo que necesita el violento: una razón que justifique el homicidio que se dispone a perpetrar.

Simón Pedro pensó que el choque era inevitable y se dispuso a vender cara su vida. Sin embargo, el Maestro no había concluido la sátira y le iba a demostrar que la ironía es el arma más poderosa inventada jamás por el hombre. Se dirigió al maestro carcamal y le lanzó lo que llamaríamos una pregunta retórica:

-¿No está escrito en vuestra Ley: Yo dije: sois dioses?

La retranca tenía su enjundia, porque situaba al contrario ante lo único que decían respetar, los libros sagrados, de los que los rectores de Israel se consideraban intérpretes cualificados… y únicos. Y, encima, para mayor recochineo, el redactor y único propietario de la Ley mosaica, les concedía la autoría del texto: "vuestra ley".

-¿No está escrito en vuestra ley: "Yo dije: sois dioses"?

Santiago Zebedeo, el intelectual del colegio apostólico, identificó el salmo 82 citado por el Maestro, pero sobre todo identificó el pitorreo utilizado con quienes pretendían lapidarle…

-…si llamó dioses a aquellos a quienes se dirigió la palabra de Dios y la Escritura no puede fallar, ¿A quién el Padre santificó y envió al mundo decís vosotros que blasfema porque dije que soy hijo de Dios?

Si en ese momento hubieseis pinchado a cualquier miembro del comando con una aguja no habría salido una gota de sangre. Luego, como quien se dirige a unos alumnos aun más obtusos que remisos, es decir, lo que eran, concluyó:

-Si no hago las obras de mi padre, no me creáis pero, si las hago, creed en las obras aunque no me creáis a mí, para que conozcáis  y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.

Simón Pedro esperaba que la lluvia de piedras comenzara en cualquier momento. Y el asunto le hacía temblar porque una lluvia de piedras se sabe cómo empieza pero nunca cómo acaba, generalmente con la muerte del lapidado.

Pero no hubo lapidación sino que ocurrió lo que Simón debía haber previsto, porque no era la primera vez que sucedía. En Nazaret, ante sus paisanos, ya había empleado la misma 'técnica'. Justo cuando los homicidas parecían más enloquecidos, el maestro se deslizaba, pasando por medio del grupo, y esa travesía les dejaba paralizados, como estatuas. Nadie sabía cómo podía desaparecer en medio de sus enemigos, aunque sus movimientos recordaban, por su sutileza y su difícil aprehensión visual, a la forma en que los panes y los peces se multiplicaban en sus manos cuando satisfizo el hambre de una multitud que había acudido a escucharle.

Total, que desapareció y los judíos se quedaron con las piedras en la mano y la baba de rabia en sus labios. Deseaban matar al Maestro y resulta que no podían ni tocarlo.

Pedro le siguió entre aquel grupo de paralizados, seguido de Santiago y Juan, en fila india. Todos los apóstoles se dieron cuenta de que mientras siguieran la estela de Cristo ni una legión romana podría tocarles. Cuando estuvieron fuera de peligro comprendieron que el Maestro se dirigía hacia el Jordán.

Justo en ese momento, don Julián se sorprendió al ver entrar en la Iglesia a un hombre de unos 50 años. Ya estaba acostumbrado a que sus fieles, hasta los más devotos, no doblaran la rodilla ante el Sagrario. Aquel hombre se sentó y miró hacia el altar. No parecía rezar, aunque nuestro párroco sabía que cada cual reza a su manera, a veces con modalidades verdaderamente curiosas. Allí permaneció unos cinco minutos. Luego se dirigió hacia el confesionario y, sin detenerse a saludar, preguntó al guardián de la garita:

-¿Y esto cómo se hace? Llevo cuarenta años sin entrar en una Iglesia.

En un primer momento, don Julián el aguador pensó contarle que el Buen Pastor acogía a la oveja perdida pero comprendió que, aunque todos seamos dioses, cada cual debe emplear el lenguaje de siempre con las palabras de ahora:

-Arrodíllese y el resto le vendrá dado.

El buen pastor Julián no había hecho el milagro pero había colaborado en uno. Al parecer, bastaba con estar donde debía estar.

Y muchos, allí, creyeron en Él.

Eulogio López