En cada aborto existen dos atormentados; el chiquillo y la mamá por lo que, los que incitan al asesinato del nonato, desde diversas instancias todos son dañados porque, quién ejecuta una vileza padece un quebranto mayor que aquél que la padece; se devasta por dentro y, en el fondo, se menosprecia.
En una colectividad en la que se ejecutan, cada año, más de cien mil abortos, es una humanidad con millones de atormentados; con crueles cuchilladas en lo más recóndito de su ser. Una importante poetisa, que ha desfilado por la experiencia del aborto, matando a su propio hijo, afirmó: Veo a mi niño en los sueños. Después de este acto sólo hay dos posibilidades; o te embruteces y sigues matando, o te conviertes y luchas por la vida.
En el caso del asesinato del nonato, el desliz forzado produce el síndrome post aborto. El psiquiatra estadounidense Wilke suele concretar que: Es más fácil sacar al niño del útero de su madre, que de su pensamiento.
Desde el mismo instante de la fertilización, otra persona humana está en las entrañas de la madre. Prevalece un nuevo ser, que ha sido concebido para la inmortalidad. Del tal forma que, cuando una joven arriba a un chiringuito abortista, se puede afirmar que penetran dos seres humanos; el más frágil e inerme ha hecho un viaje sin retorno, ha sido asesinado.
El aborto es una verdadera esclavitud que origina mucha amargura tanto física, psíquica, anímica como espiritual. Dios admite nuestra contrición y nos empuja a mudar de vida. Su indulgencia produce una honda conversión; nos rescata de la ofuscación interior y cura las heridas de nuestro corazón.
Urge una nueva cultura de la vida que garantice un nuevo estilo de la existencia, dando un argumento seductor de lo bonito que es vivir. Un autor afirmó: Haber permitido el aborto no sólo no ha resuelto los problemas que afligen a muchas mujeres, sino que ha abierto una ulterior herida en la sociedad, que tiene profundos sufrimientos.
Clemente Ferrer Roselló
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