Las presidenciales francesas, bajo sospecha
Emmanuel Macron y su ministra de Transporte, Elisabeth Borne, han tenido una idea genial para luchar contra el cambio climático, perdón, contra la urgencia climática: imponer una tasa a los billetes de avión de todos los vuelos que partan desde Francia, tanto a destinos nacionales como internacionales. El impuesto no se aplicará a los vuelos de llegada, salvo a los que aterricen en Córcega, en territorios franceses de ultramar y los vuelos de conexión. El impuesto oscilará entre los 1,50 euros (clase económica en vuelos nacionales e intraeuropeos) y los 18 euros (clase ejecutiva en vuelos extracomunitarios). Los franceses pueden respirar tranquilos.
La creación de este nuevo impuesto surge después de las protestas de los chalecos amarillos por la subida del impuesto a la gasolina, algo que, según ellos, afectaba principalmente a las clases menos favorecidas. El gobierno rectificó pero, a cambio, ha creado este nuevo impuesto… ecológico. Todo vale si se trata del medioambiente.
Al sector no le ha gustado la medida, naturalmente. A Air France, por ejemplo, le costará unos 60 millones de euros al año. El sindicato de pilotos, además, argumenta que el impuesto perjudica, sobre todo, a las aerolíneas francesas, que son las que realizan más vuelos nacionales.
En total, Macron pretende recaudar unos 182 millones de euros al año que destinará a infraestructuras más ecológicas, más limpias. Por ejemplo, al ferrocarril. Lo cierto es que 182 millones dan para poco en un sector con unas infraestructuras carísimas. Da lo mismo, el caso es crear un nuevo impuesto. Ya habrá tiempo para ir subiéndolo. Y que no proteste nadie: todo es poco para salvar al planeta.