Inmaculada. Todos tuyos: “el entero y completo derecho a disponer de mi”
Consagración a la Virgen María de San Luis María Grignion de Montfort, el francés que le proporcionó a Karol Wojtyla, su lema papal: ‘Totus Tuus’, todos de María, que suele traducirse como “soy todo tuyo, María” o, en versión libre y larga: “Soy todo tuyo, oh María, y todo cuanto tengo, tuyo es”.
Dicho de otra forma, consagrar a Santa María “el entero y completo derecho a disponer de mi”, tal y como figura en la Consagración a la Virgen de los montfortnianos. Un modelo de vida que me recuerda aquella autodefinición del que fuera secretario y hombre más próximo del propio San Juan Pablo II, el polaco Stanislao Dziwisz (Estanis, para los amigos): “Soy malo en casi todo pero soy muy bueno obedeciendo”.
Viene a cuento sacar a colación, en esta fiesta de la Inmaculada, la fiesta litúrgica más española, el nombre de Karol Wojtyla, por al menos dos razones: porque, ejerciendo él como sucesor de Pedro, repetía que la Iglesia es más mariana que petrina.
Lo propio de la maternidad es imponerse sirviendo. La autoridad es servicio a los subordinados o mero ejercicio ególatra del poder
Uno de los hombres más recios del siglo XX, Wojtyla, que vivió los horrores de la invasión nazi y de la dictadura comunista, el artífice de la derrota de esta segunda, JP II aseguraba que la Iglesia era más mariana que petrina. Y también fue él quien calificó a España, un país por el que sentía especial predilección, como la “Tierra de María”.
Sabía que la espiritualidad española proviene del amor a la madre, y que, así en lo humano como en el divino, no hay cariño más recio que el amor a quien, como las madres -vale, las buenas madres- se impone sirviendo. Esa autoridad del servicio, la propia de la madre de Dios, es lo que ha marcado a los hombres de Estado que han pasado a la historia. Devotos de la Virgen o no, los grandes hombres siempre han sido muy marianos, con esa reciedumbre que otorga el saber que, o bien la autoridad es servicio a los subordinados o bien es mero ejercicio ególatra del poder.
Podemos hacer mucha bromas con aquello de que “aquí los cargos son cargas”, pero lo cierto es que, si no lo son, si no se entiende así, surge la opresión. La democracia, o el buen gobierno, que no tiene por qué ser democrático, es aquel en el que gobernantes y gobernados se sienten impelidos a servir: los primeros a todos, los segundos a los demás, ambos convencidos de que no se someten a un opresor sino que se entregan al bien.
La maestra de ese sistema de gobierno y de ese modelo de vida se llama Santa María y su único mandamiento es el servicio al bien.
Y así, ¿por qué las democracias actuales no funcionan? Por dos razones:
1. El mundo moderno ha perdido lo que podríamos llamar el “consenso sobre la verdad” que poseía el hombre clásico y el hombre medieval, sociedades mucho más civilizadas que la nuestra.
2. El hombre moderno confunde sumisión y servicio. Considera que el “soy muy bueno obedeciendo”, de Estanis, atenta con la dignidad, cuando la única -y enorme- dignidad de la criatura consiste en ejercer su libertad para el bien.
Y todo esto concluye en la Fiesta católica más española de todas: la Inmaculada Concepción de María. En principio casi diría que el dogma, no explicitado hasta el siglo XIX, aunque ya incoado y formulado siglos atrás, es el de que Santa María es la única persona -tras Adán y Eva- nacida sin pecado original.
El que no ve el pecado original es un aprendiz de homicida
Esto del pecado original tiene su aquel. El cachondo de Chesterton lo calificó como el “desagradable incidente de la manzana” (ya saben que en la Biblia no se cita manzana alguna) pero, al mismo tiempo, aseguraba que quien no viera el pecado original, la tendencia al mal de todo hombre, en sí mismo y en los que le rodeaban, era un aprendiz de homicida. Por contra, cuando se contempla esa inclinación natural al pecado, la vida se hace “alegre”, sobre todo misericordiosa y aún eso que hoy llamamos solidaria.
De ahí, a anhelar la protección de la única persona, una mujer, que representa el hombre perfecto, a aquel -aquella- que no tiene inclinación al mal y a la que hemos sido encomendados, sólo hay un paso: todos tuyos, todo tuyo, María.
Así que, sin necesidad de todo el ladrillo que les acabo de endilgar: felicidades a las Conchas y a todos y cada uno de los españoles en este 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción.