Sr. Director:
Entre tantas preguntas suscitadas por la epidemia del coronavirus, no es fácil sustraerse al hecho de la fragilidad del ser humano, con el recuerdo de la expresiva metáfora bíblica que compara la vida con la flor del heno, que apenas despunta, ya se marchita. Pero no se puede olvidar tampoco el relato del Génesis sobre la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios: una grandeza merecedora, a pesar de la caída en el paraíso, de la muerte redentora de Cristo.
Vale la pena quizá considerarlo cuando se cumplen veinticinco años de la encíclica Evangelium vitae, de Juan Pablo II. Ese documento aborda a fondo no pocas de las contradicciones del mundo desarrollado, con un afán positivo de contribuir a crear una civilización de la verdad y del amor, en la línea de los grandes pontífices romanos del siglo XX. En cierto modo, se resume en la urgencia de “una movilización general de las conciencias y un común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida” (n. 95). Como es natural, el papa reconocía que “el Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos” (n. 101).
En el arranque del documento confesaba que la expresión “Evangelio de la vida” no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura, aunque exprese de hecho un “aspecto esencial del mensaje bíblico” (n. 1). Y destacaba desde el primer momento la conexión entre la dignidad de la persona y la defensa de la vida humana: “El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio” (n. 2).