Colegiata de San Isidoro de León y 14 de septiembre de 2019. Habían pasado cincuenta años desde que pisé por última vez las tierras leonesas, donde nací y pasé los veranos de mi niñez y de mi adolescencia. Me acompañaban tres de mis hijas. Viajamos en el primer tren que salió de Madrid ese sábado a las siete de mañana. En la estación de llegada nos esperaba mi colega, la profesora de Historia Medieval de la Universidad de León, Margarita Torres.

No podíamos tener mejor guía para nuestra visita a San Isidoro, que bien sabía yo que iba a trascender lo puramente cultural e histórico, porque aquel no era un viaje turístico al uso. Y por si me quedaba alguna duda, en la puerta de la Sala del Cáliz de Doña Urraca, me vino a la memoria este pasaje del libro sagrado:

“Moisés apacentaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián; solía conducirlo al interior del desierto, llegando hasta el Horeb, el monte de Dios. El ángel del Señor se le manifestó en forma de llama de fuego en medio de una zarza. Moisés miró: la zarza ardía, pero no se consumía.  Y se dijo Moisés: «Voy a acercarme y comprobar esta visión prodigiosa: por qué no se consume la zarza». Vio el Señor que Moisés se acercaba a mirar y lo llamó de entre la zarza:

— ¡Moisés, Moisés!

 Y respondió él:

— Heme aquí.

 Y dijo Dios:

— No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies, porque el lugar que pisas es tierra sagrada.

 Y añadió:

— Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”.

En contraste con la sociedad desacralizada en la que nos movemos, fue tal la sensación de la presencia de Dios, que me quedé paralizado en la puerta de la Sala del Cáliz de Doña Urraca y bajé la vista al suelo; me reservo lo que pensé y lo que le dije sin palabras al Señor en esos intensos momentos.

Cuando me di cuenta que entorpecía la entrada a los demás, me aparté de la puerta, para que pasaran mis hijas con Margarita Torres, que se santiguó y dobló su rodilla, convencida como está de que aquel cáliz de ónice, recubierto con las joyas de Doña Urraca, es la copa en la que por primera vez un poco de vino se transformó en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo durante la Última Cena, que celebró con sus apóstoles antes de la Pasión.

En contraste con la sociedad desacralizada en la que nos movemos, fue tal la sensación de la presencia de Dios, que me quedé paralizado en la puerta de la Sala del Cáliz de Doña Urraca

Soy bien consciente de que, al llegar a este párrafo, más de un lector habrá pensado que me ha dado un mal aire y que, por lo tanto, este domingo no merece ya la pena seguir leyendo mi artículo. Pero no abandonen su lectura, sigan porque les voy a contar esta verdad maravillosa: el Santo Grial está en España, concretamente en la Colegiata Basílica de San Isidoro.

Y aunque de momento no se lo reconozcan a Margarita Torres, por desconocimiento general del hallazgo debido al escaso tiempo transcurrido desde su descubrimiento, estoy convencido de que los católicos actuales y, sobre todo, los de generaciones futuras tendrán que agradecer a la profesora Margarita Torres que haya sido la historiadora que ha tenido la gran dicha de localizar la reliquia más preciada de la Cristiandad.

Sin duda que la generosidad y la valentía de Margarita Torres es admirable, porque ante lo que se le va a venir encima por haberlo encontrado, lo prudente -humanamente hablando- era haberse callado. Sin embargo, ella ha preferido jugarse su brillante carrera universitaria y dar a conocer los dos documentos, que prueban que el cáliz de la Última Cena llegó hace mil años a León, y allí ha permanecido hasta ahora.

Sin duda que la generosidad y la valentía de Margarita Torres es admirable, porque ante lo que se le va a venir encima por haberlo encontrado, lo prudente -humanamente hablando- era haberse callado

El primero de los documentos está marcado con la signatura 8.781, perteneciente a la sección de manuscritos, que se encuentran en la planta tercera de la Biblioteca de Al-Azhar de El Cairo. Cuenta lo que sucedió entre Ali bnu Muyahid ad-Danii, rey de Denia, una de los reinos de taifas en los que se dividió el Califato de Córdoba, y el imán de Egipto:

"En el año de la gran hambruna [1055] Ali bnu Muyahid ad-Danii envió un barco con gran cantidad de víveres hacia el país de Egipto. Y como ya había recibido algunas informaciones sobre el poder de la Copa, se la pidió al imán excelso Al-Mustansir a cambio de cuanto fuera necesario darle por su entrega pues su intención era enviarla al rey de León, Ferdinand al Kabir [Fernando I de León 1037-1065] rey de este país para fortalecer la amistad con él […] los guardianes infieles [en religión: cristianos] temían que la Copa cayera en manos de los musulmanes durante el traslado de un lugar a otro. Al saber del odio que los judíos y la gente de ciencia y doctrina tenían a la Copa y al acto de peregrinación, se la encomendaron a un obispo franco de Al-Yalaliqa [Reino de León], que recoge Al-Masûdi en su libro, que estaba de peregrinación por entonces en Jerusalén. Acompañado de algunos guardias de la copa y de sus propios hombres, el obispo cogió lo necesario para el viaje y con prisa se puso en camino”.

Además de este documento, Margarita Torres ha encontrado otro en el que Saladino (1138-1193) solicita que se le entregue “la noble esquirla” de la Copa que un antepasado de los Bai-l-Aswad hizo saltar con una gumía durante el viaje hacia Occidente, para su entrega al emir de Denia de parte del califa Al-Mustansir.

Quedó de manifiesto la prueba que había permanecido oculta durante diez siglos, arropada por las joyas de Doña Urraca, que probaba que aquella era la copa a la que se refería Saladino

Y ese fue otro de los grandes momentos en la investigación de Margarita Torres. Después de mil años se procedió a retirar las joyas que recubrían el cáliz de Doña Urraca, para lo que se pidieron los permisos oportunos y se requirieron los servicios de un prestigioso orfebre. Y al quedar exento el cuenco de la copa de ónice, en uno de sus bordes quedó de manifiesto la prueba que había permanecido oculta durante diez siglos, arropada por las joyas de Doña Urraca, que probaba que aquella era la copa a la que se refería Saladino; porque, en efecto, en el borde se aprecia el hueco dejado por la esquirla.

Podría extenderme en contar las mil y unas gestiones de su investigación que me contó Margarita Torres durante todo aquel sábado, en el que tan gratamente nos acompañó a mis hijas y a mí. Pero prefiero proporcionar a mis lectores el enlace de una de sus entrevistas, porque además de que ella lo cuenta mejor que yo, les confieso que desde que vi ese cáliz mi tiempo para contarlo compite con la necesidad de emplear esos minutos para acercarme en oración a esa reliquia, que más de una película y muchos libros denominan la fuente de la vida.

Y tienen toda la razón esos libros y esas películas imaginativas, porque en ese cáliz, que hoy se guarda en San Isidoro de León, por primera vez el vino se transformó en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesucristo. Y Él fue, precisamente, quien nos dijo que sin la Eucaristía no tendríamos vida en nosotros.

 

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.