A la presidenta brasileña Dilma Rousseff le ha dimitido su quinto ministro por corrupción.

Yo no sé cuántos miembros componen el gabinete del gigante iberoamericano pero a este paso no va a encontrar repuestos. Se trata de Orlando Silva, ministro de Deportes quien, sólo por casualidad, era el encargado de organizar, o colaborar con, el Mundial de Fútbol de 2014 y las Olimpiadas de Río de 2016.

Su técnica se parece a la de tantos otros torcidos, porque ya se sabe que los sobornos siempre resultan simples y complicados a un tiempo, tan vulgares como sofisticados, tan prosaicos como alambicados. El susodicho, utilizó ONG -natural, como miembro que es del Partido Comunista- para desviar 14 millones de euros de dinero público destinados a fomentar el deporte entre jóvenes sin posibles. ¿Que hacia dónde los desvió? Naturalmente hacia el Partido Comunista y, como miembro de rango de la formación, se desvió una parte hacia su propio bolsillo. Pero eso también lo hizo por solidaridad.

Lula de Silva pasa por ser la madre Teresa de Calcuta de la izquierda mundial. Durante su mandato se vio envuelto en todo tipo de corrupciones. Pero he dicho envuelto, no implicado: le dimitieron sus más próximos colaboradores pero él permaneció incólume y hoy imparte lecciones de honestidad y lucha por los desheredados en todo el planeta. Me recuerda al general Franco, pues era convicción general en la España del anterior Régimen que la culpa de todas las barbaridades que hacía el Gobierno la tenían sus ministros, especialmente el de Marina, personaje torvo donde los haya.

Los cinco ministros dimitidos procedían de la coalición de izquierdas que gobernó Brasil con Lula, lo que significa dos cosas: que su pupila Dilma recibió una maravillosa herencia y que a Lula no le dio tiempo a limpiar el corral en dos legislaturas y decidió traspasar a los viciosos al nuevo Gabinete. A lo mejor es que la corrupción humana, esto es, la moral y racional, no es como la animal o vegetal: no huele y el pobre Lula no se enteraba de lo que ocurría a su alrededor.

Pero insisto: pocos líderes mundiales tienen tan buena imagen como Lula. Recuerdo que los banqueros, por ejemplo los españoles Botín, estaban emocionados con aquel izquierdoso civilizado, con aquel rojo que con tanto tacto atraía inversiones y encandilaba a las multinacionales. Rodeado de coimas, sí, pero no se deja de ensalzar los logros de Lula para levantar a los desheredados de la fortuna. Lo que me lleva a la pregunta introductoria: ¿Y si permitimos la corrupción? Sí, ya sé que, de hecho, la estamos permitiendo cada día, pero ya saben a qué me refiero. Hablo de institucionalizar la corrupción. Sí, sé que ya está bastante institucionalizada pero también saben a qué me refiero: a hacer la vista gorda, incluso a aplaudirla. A fin de cuentas, el político corrupto no se mete en el bolsillo sino una millonésima e imperceptible parte del presupuesto público y su labor con los marginados, como en el caso de Lula, siempre resulta ejemplar.

Sí, ya sé que la respuesta es no. A corrupción hay que perseguirla, no sólo por el daño que provoca en la sociedad sino porque el hombre público, como la ley, es una referencia moral o se convierte en un escándalo es decir, en un peligro. Y si no se castiga al corrupto se institucionaliza la corrupción.

Señora Rousseff: si le dimite un ministro por haber metido la mano en la caja no hay razón para que dimita con él. Si dos, el asunto es preocupante... si cinco, entonces es usted una de estas dos cosas: o tonta o cómplice. Y este principio abarca incluso a aquéllos que se desvelan por pobres y huérfanos

Eulogio López

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