Una de las figuras más importantes, si no la más importante del Congreso Católicos y Vida Pública que se celebró a mediados de noviembre, fue el primer ministro húngaro Viktor Orban.
No abunda en el gremio de los políticos católicos la claridad en la exposición y análisis de los males que aquejan a Occidente. Las medias tintas y componendas de partido medran el buen espíritu en muchos rostros conocidos.
Por eso la experiencia de Orban, proveniente de un país aplastado durante medio siglo por la bota comunista, debiera recibir una atención especial. Sabe qué engendra el progresismo elevado a su máxima potencia y lo que implica para la sociedad y la Iglesia.
Y esa defensa contra cualquier totalitarismo le lleva a alertar de uno nuevo, el económico. "Una Europa cristiana habría advertido que cada euro que se pide hay que trabajarlo. Una Europa cristiana no habría permitido que países enteros se hundieran en la esclavitud al crédito", afirmó. Solo una reforma basada en una fuerza espiritual puede evitar que el daño lo pague el ciudadano, ya que "los acreedores obligan a quitar dinero a quienes deberían recibirlo", algo que "provoca que los gobiernos pierdan la confianza de sus gobernados". No extraña que numerosas voces se hayan elevado en su contra en Europa.
Convicciones tan potentes y tan claramente expresadas molestan. Sacan a la luz las vergüenzas de muchos políticos 'católicos o no' de boquilla.