Ya lo decía días atrás: el problema de la verdad es que no tiene remedio.
Todas las furias mundanas se han lanzado contra la película La Pasión, de Mel Gibson. Se le acusa de ser muy sangrienta, antisemita, integrista, homófoba y sospechosa del hambre en el mundo, así como del terremoto de Managua. Es decir, que hablamos de una película genial que nadie debe perderse. El hecho de que el diario español El Mundo (progresismo español de derechas, más aznarista que Aznar) titule "¿Pasión o tortura?" es la prueba definitiva. Por cierto, por lo general, el suplemento de El Mundo, dedicado al ocio, publica críticas de películas estrenadas una semana atrás, con la loable intención de aprovechar la publicidad de un film y ponerle a parir sólo cuando ya has cobrado. Sin embargo, con La Pasión, qué casualidad, no ha sido así: el odio a la cinta es tanto que a Pedro José Ramírez no le importa afrentar a un anunciante. A fin de cuentas. La Pasión es una película muy poco publicitada, que, hasta poco antes de su estreno, ni tan siquiera encontraba distribuidor en muchos países. Sólo el éxito espléndido de sus primeras proyecciones en Norteamérica, a pesar de los insultos de la crítica y de la inteligencia norteamericana (sí, existe la "inteligencia norteamericana", ni por un momento les permito dudar de ello).
"Furia integrista", titula el progresista periódico italiano La República. Un titular "un poquito cabrón" por lo de integrista; hoy por hoy, es un adjetivo que se asocia al 11-S o al 11-M, y no creo que La Pasión puede provocar otra reacción que no sea la de la conversión, al contemplar el amor de Dios por los hombres y la ingratitud humana con Dios. Mejor ha sido lo de New York Times, "La Pasión de Cristo jamás nos da una explicación de para qué sirve tanta sangre". Y es que el buque insignia del sionismo norteamericano no se ha estrujado demasiado las meninges. En definitiva, más madera, es la guerra, aquí vale todo. La obsesión de la progresía con La Pasión es la obsesión del herido, al menos zaherido, por una película que considera todo un peligro a su poderío, a la esclavitud intelectual que ha ejercido durante décadas.
Sinceramente, yo no podía sospechar que el cine fuera el arte escogido en el siglo XXI para que Dios diera un nuevo aviso al hombre actual, empeñado en el suicido. Aunque es lo lógico: en la sociedad de la imagen, el cine es el elegido. En primer lugar, con El Señor de los Anillos. Lo que ocurre es que con la obra de Tolkien los progres se vieron sorprendidos por un flanco que no esperaban. Para ellos, fue una celada. Tolkien plantea una alegoría de la creación, y a los progres más avezados, el asunto les olía mal, sospechaban, pero no llegaron a percatarse de que la Tierra Media del profesor inglés devolvía al centro de la escena los conceptos del bien y del mal. Y así, con esa recomposición del escenario, muchos cayeron en la cuenta de que la diarrea ética generalizada cuajaba en perversión estética.
No estoy diciendo nada extraño. Simplemente, se empieza llamando bien al mal y se acaba llamando bello a lo horroroso. La voluntad, la racionalidad y la sensibilidad confluyen en un mismo ser llamado hombre. Los orcos son feos porque antes fueron unos canallas, y los canallas lo son porque, a pesar de varios siglos de negarlo, existe el bien y el mal.
Y con El Retorno del Rey aún en las pantallas, llega La Pasión de Gibson. Aquí ya no hay ficción, sino documental; se descorre el velo de la alegoría y llega la historia a palo seco, con espíritu de notario. Y claro, con La Pasión, hasta los progres más tontos caen en la cuenta de que han sido víctimas de un engaño, engaño que no hubiera sido posible sin sus propios prejuicios. Por eso aúllan: "¡Integrismo! ¡Alerta, muchachos!, el enemigo ha entrado en la fortaleza y amenaza con robarnos nuestro más preciado don: el favor del público, el poder de moldear voluntades".
En resumen, Tolkien volvió a plantear el bien y el mal, frente a frente. Pero no bastaba, porque puede ocurrir que se supere el relativismo y se siga negando a Dios. Es difícil, pero es posible. Nos encontraríamos entonces con el hombre de mente clara y corazón helado. Es ahí, segunda fase de la historia, cuando Gibson entra en escena, y da el salto desde el bien (que no deja de ser un qué) hasta Cristo, que es un quién. Sólo un filósofo puede consolarse con un qué, pero el resto de los mortales necesitamos un quién.
Tolkien es mucho más creador que Gibson. Peter Jackson probablemente sabe mover la cámara mucho mejor que Gibson, pero es que el amigo Mel no precisaba del mejor de los literatos ni del más oscarizado de los adaptadores: su guión era el propio Evangelio, uno de los libros más vendidos y menos leídos del planeta. Lo único que ha hecho es poner negro sobre blanco, imagen tras imagen, lo que narran los cuatro evangelios. Como dice Financial Times, esta película es "un grito en torno a una historia que muchos de nosotros –tanto creyentes como agnósticos- habíamos metido en un nicho benigno para que yaciera inmutable durante siglos".
Y por todo ello, la progresía se ha desatado: ¡A este tío hay que pararlo! Es fundamentalista, sangriento, antisemita, homófobo, interesado, miserable... no fue Islero el que mató a Manolete, sino el amigo Mel.
Yo les comprendo. A fin de cuentas, toda la modernidad, todo el relativismo, toda la progresía, no deja de ser un montaje, una falacia, una pantomima, una enorme impostura. Si cae la máscara, podrían quedar al aire sus vergüenzas, descubrirse su poquedad. Toda la estructura intelectual del mundo moderno es de una enorme fragilidad. Doscientos años de ímprobos esfuerzos para mantener el engaño pueden venirse abajo en cuanto alguien susurre al oído de la humanidad esta sencilla sentencia: "Tu no lo sabías, pero hay Alguien que se preocupa por tí".
Pues bien, esta vez la pata de la mesa ha sido Gibson, un actor que ha hecho un montón de películas frívolas pero, como dice el viejo refrán español, "Dios escribe derecho con líneas torcidas". O también: "Dios escribe derecho con la pata de la mesa". No es de extrañar que el mundo esté en guerra con La Pasión. Lo extraño sería que no lo estuviera: para la mundanidad representa un verdadero peligro.
Respecto a los que se mesan los cabellos por la crueldad de las imágenes, sólo una preguntita: Cuando los tales leían o escuchaban el relato de la flagelación y la crucifixión, ¿de qué pensaban que estaban hablando? Eso sí, no toda la modernidad puede entender que el amor es recio, nada blandito, y que o bien está dispuesto a dar la vida por el amado... o no es amor. Y quien contempla La Pasión y no siente cómo se le remueven las entrañas, a lo mejor es que está muerto. Son los que hablan de sangre y 'gore'.
Conclusión. Todos a ver La Pasión.
Eulogio López