Sr. Director:
En la historia de las relaciones humanas, el cuerpo ha jugado un papel importante para comunicarse, expresar emociones, estados de ánimo y afecto hacia otras personas.

 

No obstante, el cuidado del cuerpo y la apariencia personal se convierten, a veces, en una obsesión ridícula. Hay que saber encontrar el término medio entre el cuidado excesivo y el abandono. Concretamente, en cuanto a la forma de vestir, no se puede olvidar que a través del vestido manifestamos nuestro interior, nuestra personalidad y hay que usar el sentido común para elegir una ropa que sea adecuada al propio ambiente y a las circunstancias personales  sin olvidar el respeto que merecen los demás.

Puede comprobarse que, en la sociedad actual, exhibir el cuerpo es para muchos una conquista más de la democracia y del progreso social. Cualquier pasarela ofrece poca tela y mucha libertad. Por otro lado, pueden observarse manadas de jóvenes vistiendo exactamente igual, uniformadas: pantalones con la cintura fuera de su sitio natural, vientre y michelines al aire y la consiguiente camiseta de algunas tallas menos, o sea, exposición de carne al por mayor.

Se han masificado la vulgaridad y el mal gusto. Bastan  unos anuncios comerciales con la modelo en paños menores para que se produzca una avalancha de jóvenes, en ocasiones respaldadas por sus madres, y se llegue a la adquisición de la ropa más hortera que cabe imaginar.

La vulgaridad aparece como un modo de identificación social externo. Si casi todos lo hacen, se acepta. El ser humano queda reducido al consumo masivo y, entonces, la vulgaridad deja en la penumbra la dignidad de la persona. Es interesante resaltar que, según expertos en psiquiatría,  seguir al pie de la letra los modos y modas del momento refleja fisuras importantes en la personalidad: influenciabilidad y falta de madurez; inseguridad, al pensar que para ser aceptados hay que comportarse así; falta de identidad propia y querer llamar la atención.

Por otra parte, determinados jóvenes visten de negro riguroso para evidenciar su rebeldía y, en su deseo de agredir las normas convencionales, unos y otros han puesto de moda el feísmo. Los tatuajes serían, para algunos, como una segunda piel para dar la impresión de persona fuerte. ¿Y qué decir de las perforaciones corporales? Esta práctica se encuentra en las culturas primitivas así como en las culturas africanas de nuestra época. Para estos últimos, las perforaciones del cuerpo tienen que ver con sus prácticas estéticas y como símbolo de identidad y religiosidad. En cambio, en la sociedad occidental, significa simplemente una moda que, además, puede producir riesgos: infecciones bacterianas, reacciones alérgicas, etc.

Es lamentable observar cómo una parte de la juventud es manipulada sin consideración por diseñadores, grandes cadenas de fabricación de ropa, revistas juveniles y series televisivas que les ofrecen un modo de vestirse y un modo de estar en el mundo que ellos imitan. Miran la televisión como fuente de conocimiento y repiten sus comportamientos. Pero nadie les enseña a mirarse con verdad a un espejo sin los prejuicios impuestos por los que deciden la moda. Y así van... muchas chicas disfrazadas de cabareteras, pidiendo guerra, candidatas a club de alterne, inocentes víctimas de una sociedad adulta que habla de derechos humanos, de respeto a los animales, de medio ambiente y que no sabe defender la dignidad de unas niñas que están dejando de serlo. Al contrario, se les ofrece a todos los jóvenes lo siguiente: botellón, preservativos, píldoras para antes y después. Y todavía el mundo adulto se queja, hipócritamente, de cómo está la juventud...

Las fronteras entre el buen y el mal gusto han perdido su nitidez pero hay que ver la vida con esperanza: la elegancia y el saber vestir bien están al alcance de todos. Claro está que es necesario aplicar la inteligencia para aprender, inventar y generar formas más bellas, más verdaderas. Hay que superar la llamada barbarie civilizada, ser rebeldes auténticos y ejercer la libertad que halla en las virtudes su mayor impulso.

Carlota Sedeño Martínez