(Jn 6, 48-70 y 1 Cor 11, 23-29). Sabido es que uno de los grandes fracasos de Jesús de Nazaret durante su predicación de la buena nueva ocurrió cuando así, sin anestesia, animó a la multitud que le seguía a comer su carne y beber su sangre. Pensaron que se trataba de masticar su cuerpo y libar sus fluidos y, a pesar de que todos esperábamos una aclaración, el Maestro no tenía intención de explicarse.

Los apóstoles todavía se resistían a dejar que Dios fuera Dios y se comportara como tal. Si tomáis distancia, lo veréis mejor: Ocurre que Jesús es Dios, por tanto, no buscaba la aquiescencia de la inteligencia humana sino la de su corazón. Lo único que podía buscar el Hombre-Dios del hombre sin apellidos es que confíe en Él.

Hasta los mismos apóstoles dudaban: eso de comer su carne sonaba a rito caníbal. Sólo decirlo provocaba náuseas. Lo que también tiene su aquél: al Espíritu Purísimo no le repugna ser deglutido por el animalito creado mientras a vosotros, las criaturas materiales, os ahuyenta la única descripción posible de la Eucaristía: comer el cuerpo del Creador.

Supongo que, por esa razón, la Trinidad buscó los dos alimentos básicos de la especie humana: el pan y el vino. En  cualquier caso, aún no había llegado el momento de explicar cómo se iban a fundir Dios y el Hombre en la materia: aún no había llegado ese momento. Lo que el Maestro solicitaba ahora era que los suyos se abandonaran en Él: para el común de los mortales, ya llegaría el momento de elegir entre la confianza y el orgullo.

Cuando la multitud comenzó a abandonarle, al grito de "Duras son estas palabras, quién puede escucharlas", cuando hasta los más fieles se replegaban bajo la sospecha de que estaban ante un suicida que proponía el rito carnívoro propio de los depredadores, Pedro, tenía que ser Pedro, se le acercó y le advirtió:

-Jesús, que se te está marchando la gente. Si continúas diciendo esas cosas tremendas no quedará nadie, aunque yo permaneceré a tu lado, que conste.

-Gracias, Pedro.

-Hombre, Jesús, es que eso de comer tu carne… ¿Acaso pretendes que te arreemos un mordisco?

-Tienes mucha razón. Si continúo por esta senda nunca me coronarán Rey de Israel. Y entonces, Pedro ¿Qué vamos a hacer?

Andrés, el hermano de Simón, se sumó a la conversación y con él, el resto. Se encontraban en Cafarnaúm, precisamente, el lugar donde más éxito de público habían obtenido en dos años de caminata… al menos hasta aquel momento:

-Maestro, mi hermano tiene razón. Eso de que "el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él y yo le resucitaré en el último día" es muy fuerte. Mira que, hasta el bueno de Isaac, que lleva con nosotros desde el principio se ha marchado y se ha llevado a su familia con él.

El primo del Señor, Santiago el menor también se había agregado al corro:

-Dime, Santiago, ¿qué han dicho nuestros queridos hermanos de Nazaret?

El aludido torció el gesto:

-Andan pregonando que quién te has creído que eres, que ellos te conocen desde niño, que saben que eres el hijo del carpintero y –bajó la cabeza- que has enloquecido.

El Señor no pareció afectado por su inclusión entre los dementes del mundo:

-¡Bonito título, ese de hijo del carpintero! Me siento orgulloso de ello. Ese carpintero es el más grande de todos los varones que hayan venido al mundo y que vendrán.

-El más grande era el Bautista –repuso Mateo-, siempre diligente a la hora de establecer jerarquías.

-No, Mateo ese puesto corresponde a mi padre putativo, José de Nazaret, descendiente del Rey David. Algún día te lo explicaré.

-Y las propias mujeres –terció Juan, de regreso al inicio- se han asustado de tus palabras. Para Juan, para quien el juicio de las mujeres fieles, sobre todo el de una, mi Señora Miriam, constituía una prueba definitiva e irrefutable.

-¡Es el final! –exclamó el Maestro llevándose las manos a la cabeza. Mejor sería abandonarlo todo.

-¿Te burlas de nosotros, Señor? –inquirió acongojado Natanael-.

-Sólo un poco. ¿De verdad creéis que debo aguar el vino para hacerlo más asequible y, sobre todo, más aceptable, a los sordos que no quieren oír? ¿No sería mejor que confiaseis en mí?

Luego, como un profesor poniendo a sus alumnos les preguntó:

-¿Queréis iros vosotros también?    

Se miraron uno a otros, Como era de esperar, fue Pedro quien les puso voz a todos:

-¿Y a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el santo de Dios.

Era el Pedro grandioso, el que daba el do de pecho cuando más se necesitaba:

-Ya sabía yo que no me había equivocado.

No todos los apóstoles lo entendieron pero se refería al primado que había otorgado a Simón. Y la cosa tenía su gracia pues eso de que Dios encarnado pueda equivocarse…

Pero, a renglón seguido, el gesto burlón desapareció del semblante del Maestro, y sus palabras dieron un giro:

-¿No he elegido yo a los doce? Y uno de vosotros es un diablo.

Y no esta vez, Jesús no sonrió.

Los apóstoles entenderían más tarde, durante el momento más amargo, el de la Pasión. Años más tarde, quien se convertiría en el azote de Pedro, aquel dolor de muelas que le saldría al primer Papa, o sea, Saulo de Tarso, retomaría el asunto. Es que la ingesta de la carne de Cristo iba a marcar, no ya a la Iglesia, sino a la historia misma del mundo que, desde la última cena, se hubiera paralizado si constantemente, en cualquier lugar, no estuviera alguien haciendo precisamente eso: comiendo al mismo Dios, fusionado con el cuerpo del hombre.

El llamado Pablo. Un genio de los conceptos, el médico de la raza humana, daría con las palabras exactas para dejar claro al género humano de qué estamos hablando cuando hablamos de eucaristía: "Cuántas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva".

Como los hombres sois muy brutos, Pablo necesitaba explicaros que la Eucaristía es el cable conductor que une las dos venidas de Cristo en carne mortal a la tierra. Vamos, que no hay dos venidas, porque no puede volver quien jamás se ha marchado.

Y añade el incordio de Tarso: "Así pues, quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y la sangre de Señor".

Escribía Pablo estas palabras a los corintios, esos chicos del Golfo de Lepanto que incluso se emborrachaban en sus eucaristías o que las celebraban divididos en clases sociales y clubes de amistad, cada uno con los suyos y de espaldas a los demás. Pero, ojo, también hablaba de esos buenos cristianos que comulgan sin creer que están consumiendo al mismísimo Creador de cielos y tierra. Comulgar sin discernir es peor que no comulgar. Y no hay que ser muy sito para concluir que, viendo cómo se acercan a la eucaristía muchos de vuestros fieles del siglo XXI, no creen estar consumiendo al Salvador, al Creador de cielos y tierra. No pueden creer que se estén deificando.

Porque eso es exactamente lo que ocurre cuando comulgáis, una de las pocas actividades que los ángeles envidiamos  a los humanos: os hacéis dioses como Él se hizo hombre. En ese momento, a través de vuestra naturaleza material, os convertís en Dios. No sois como Dios, que es la tentación perpetua de Satán al hombre: sois Dios. Por unos minutos ciertamente, las tres personas de la Santísima Trinidad, convertidas por amor en pan y vino, se encuentran en el aparato digestivo de la criatura y se hacen uno con ella hasta que dejan de ser pan y vino.

La historia del mundo es la historia del sacrilegio con el pan y el vino consagrados. Pero hay dos tipos de sacrilegios: el del antiteo profanador, que atenta contra la Eucaristía y el del ateo que duda de que el pan y el vino sean el mismísimo Dios. Los hombres tendéis a condenar el primero pero el segundo se os escapa por todos lados, el del comulgante sin discernimiento, que no confía en las palabras de Dios: si no coméis de mi carne y no bebéis de mi sangre…".

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com