Yo sólo quiero escribir novelas, asegura Dan Brown, el muchacho del Código, al presentar su último libro. Con ello, quería eludir el rosario de fallos de sus obras anteriores, especialmente la primera, la que le catapultó a la fama, el redicho Código, sobre el que una crítica llegó a exclamar: Que alguien le regale a este muchacho un libro de historia y un mapa de París. Lo mejor de El Código da Vinci es que provocó un libro de mi amigo Ullate Fabo, mucho más divertido que el original, titulado: Las mentiras del Código da Vinci.
Digámoslo de otra forma: Dan Brown asegura que puede mentir la historia porque él hace novela, no ensayo. Pues bien, esta proposición constituye una de las claves del manicomio intelectual en el que vivimos. A ver si nos entendemos. El novelista puede crear los personajes que le venga en gana. Si lo prefiere, puede convertir en protagonista a un dragón rosa o convertir a un nazi en un dechado de clemencia. Ahora bien, ese nazi debe ser anónimo, no puede tratarse de Adolf Hitler, porque el nazi anónimo no existió, peor Hitler sí y no era clemente. Hitler era como era porque existía. Y esto vale para personas y para instituciones. Un novelista puede crear un pueblo anónimo sumido en la arbitrariedad pero entonces no puede enmarcarlo en la Roma clásica, que inventó el Estado de Derecho, porque el derecho romano sí existió. Lo que no vale es copiar para no inventar y luego asegurar que la creación es libre porque en ese caso se está oscilando entre el plagio y la calumnia. O sea, lo de Dan Brown. Una considerable catástrofe que provoca esa confusión mental tan palpable en nuestra moderna sociedad. Mentir la historia se ha convertido en un signo de nuestro tiempo.
Eulogio López
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