La persecución religiosa en México durante las primeras tres décadas del siglo XX sólo puede ser comparada con la practicada en los países leninistas o con la practicada en España durante la II República, verdaderos récord de matanzas históricas a cristianos por el hecho de ser cristianos. En 1992, con el establecimiento de relaciones diplomáticas entre el Vaticano y México, comenzó una nueva era, pero ya se sabe que existe un desfase entre la firma de un acuerdo y el momento en el que el contenido del pacto se hace carne en la sociedad.
Por eso, recomiendo con entusiasmo la lectura del discurso del obispo de León, monseñor José Martín Rábago, quien, al rebufo del caso mexicano, explicita qué se entiende por libertad religiosa.
Término equívoco, sí señor, porque nadie puede evitar que otro alguien practique una religión, actividad espiritual, interna, que, al menos en lo que al Cristianismo respecta, consiste en amar a Cristo y al prójimo. Esto es, en algo que ninguna autoridad pública, aunque quiera, puede evitar, prohibir o censurar.
Naturalmente, si hablamos de libertad religiosa o de derechos a la libertad religiosa, de lo que estamos hablando es de derechos "públicos", no privados; "legales", no espirituales. Estamos hablando, de entrada, de libertad de culto, de libertad de expresión y de libertad educativa. Pero el obispo de León lo explica mucho mejor que yo, quizás porque lo ha sufrido a lo largo de su vida, curiosamente en un país católico al 90% y guadalupano al 110%.
Eulogio López
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