El lehendakari Ibarretxe puso en escena el pasado jueves 13, en La Moncloa, todo su repertorio, que cada día le aproxima más a su teleñeco. Por de pronto, dijo aquello tan bonito de que la voluntad de los vascos no se va a someter a los dictados del PP o el PSOE. Considerando que más de la mitad de los vascos no apoya su Plan Ibarretxe, y que una gran mayoría de los vascos no quiere la independencia, no está bien arrogarse la representatividad de una ciudadanía y enfrentarle a la intromisión de los aparatos políticos de dos partidos. No hombre no, puestos a jugar con el siempre sinuoso concepto de representatividad, PSOE y PP representan a muchos más ciudadanos que el PNV, y los ciudadanos se juntan de uno en uno.
Ibarretxe es el vivo espejo de quien arrea bofetadas para solicitar diálogo : ¿Cómo arreglamos el problema? ¿A tortas? La verdad es que el problema lo ha creado justamente él, pero da igual, nadie va a sacarle del callejón en el que se ha metido, entre otras cosas porque sería su final. De hecho, la pregunta madre es: ¿Cómo se puede salir del brete?
Zapatero, por su parte, ha escenificado otra cosa: Ha escenificado el diálogo y la moderación. Siempre me ha asombrado que esta palabra, moderación, comience por la misma letra que mediocridad, y estoy dispuesto a jurar que no se trata de una mera coincidencia. Repárese en que los norteamericanos llaman Nación al conjunto de los Estados Unidos y Estado a cada una de las 50 estructuras políticas que lo componen. En España, sucede justo al revés. Y ahora no estoy hablando del PNV, sino del PSOE y de parte de la derecha política. Zapatero vive en esta moderación, que no es más que el espíritu mediocre o miedo a llamar a las cosas por su nombre. El mediocre se caracteriza por estar más pendiente del efecto que produce lo que dice que de lo que dice. Ese es Zapatero.
Y como mediocre, le encanta el diálogo. Las presiones del Rey, de Felipe González y, sobre todo, el hecho de que tenemos un presidente ignorante e insensato, pero tremendamente sensible a las encuestas, le han hecho cambiar de opinión sobre el Plan Ibarretxe. Zapatero ha aprendido de Bono a olfatear las pasiones del público, que tantas veces puede decidir el resultado en las urnas, y ha descubierto que el español medio está apasionadamente harto de las tontunas nacionalistas. Así que, el secretario general del PSOE ha virado 180 grados y se nos ha convertido en un patriota español en poco menos de 72 horas. Fue en Andalucía, el pasado día 3, cuando advirtió al PNV que no aceptaría nada fuera de la Constitución. Y eso sí, eso siempre, Zapatero mantuvo el espejismo del diálogo : dialogaré con Ibarretxe para decirle que no. Entonces, ¿para qué dialogar?
En definitiva, estamos entre el mediocre Ibarretxe y el mediocre Zapatero. Ahora bien, la mediocridad es terriblemente plasta. A estas alturas, uno no sabe qué resulta más pelmazo : si las reivindicaciones de los homosexuales, el Plan del lehendakari o el diálogo de Zapatero.
Dicho todo esto, y dado que el nacionalismo vasco ha conseguido, una vez más, que todo gire alrededor de la exigua minoría a quien representa, hay que volver a insistir en la relación entre nacionalismo y Cristianismo, al rebufo de la nota de la Conferencia Episcopal Española.
Por ejemplo, algunos lectores aplauden a los obispos por defender el bien moral que es la unidad de España. Se olvidan de que el único que tiene prohibido hablar de política es el sacerdote. Personalmente, creo que se habla demasiado del Plan Ibarretxe, pero reconozco el derecho, y casi el deber, de los laicos a debatir sobre ello. El de los laicos, no el de los curas, cuya función es muy otra. Y mucho menos el de la jerarquía, que al meterse en camisas de once varas sólo consigue enervar a muchos cristianos.
Más matices. Otros lectores invocan el cuarto mandamiento para justificar que la unidad de España es un bien moral, por lo que es obligación del cristiano defender esa unidad. Y es cierto que el amor a la patria es una virtud, y que la raíz semántica de patria y padre dan pie a argumentar en este sentido. Pero ojo, para el señor Rafael Larreina, secretario de Eusko Alkartasuna, convencido de la necesidad de independencia de Euskadi, el amor a la patria es el amor al País Vasco, no a España. La Iglesia obliga a hombre a amar a su esposa, pero no le especifica a cuál. A mí, personalmente, la independencia vasca que pretende Larreina (utilizo su nombre porque es un cristiano que nunca ha ocultado su condición) me parece una groseen chorradem, pero no puedo acusarle de inmoral o de anticristiano : no lo es. Podré decirle que, al rebufo de su nacionalismo, la vida de piedad en el País Vasco, el número de vocaciones, así como la obediencia a Roma, se están resintiendo, y que entre ambas cosas puede haber una relación causa-efecto... pero no por ello puedo condenar, con el Catecismo en la mano, su postura política. Ni puedo yo ni, mucho menos, por su condición y elevadísimo rango, puede hacerlo la Conferencia Episcopal Española. Uno comprende que al escuchar al pelma del lehendakari sus habituales atentados contra la lógica, dan ganas de propinarle una colleja en su tonsura occipital, pero la educación consiste en saber controlar los instintos primarios.
Y esto me lleva a otra cuestión más genérica: ¿Tan difícil resulta comprender que la cuestión nacionalista no tiene solución ni la tendrá jamás, dado que cuando el nacionalismo habla del Estado de Derecho no está hablando de los derechos de la persona, sino del tamaño del Estado? Es decir, que el debate no tiene solución.
El nacionalismo no es intrínsecamente anticristiano. Más cerca de esa categoría, de enemigo de la Iglesia, se sitúa la Unión Europea, y los peligros para la Iglesia en el plano sociológico no está en la posible (casi imposible) secesión de un trozo de España, sino en la reingeniería social que pretenden imponer los partidarios del Nuevo Orden Mundial, del que la Unión Europea, a día de hoy, es fervorosa entusiasta por no hablar de conspicuo protagonista. Incluso, bajando al plano político, el peor enemigo de la unidad de España no es el PNV ni ERC: es Bruselas y el proyecto europeo. Eso sí que diluye el ser de España, y en una dirección ideológica muy concreta: conquistar a la Iglesia. Según las tesis de Antonio Gramsci, a la Iglesia hay que destruirla mediante el asedio y la infiltración, no la aniquilación.
Otro inteligente lector me recuerda que el hecho de que haya políticos católicos que apoyen determinadas cuestiones, por ejemplo el matrimonio homosexual, no significa que el matrimonio homosexual no sea inmoral. Ciertamente, lo es. Pero es que el matrimonio gay es un grave desorden natural y la sodomía siempre ha sido condenada por la Iglesia y por la inmensa mayoría de las civilizaciones. Les iba en ello la supervivencia. Pero es que la independencia de Euskadi o de Cataluña no es un grave desorden natural. Es un incordio, un pestiño, e incluso, en el caso vasco, un insulto a quienes han sido asesinados, en nombre de tan espléndida idea, por ETA. Pero nada de eso, con ser grave, le proporciona libre entrada en el Catecismo. Sé que todo español lleva dentro un seleccionador nacional de fútbol y un padre conciliar. Por el primero, todos sabemos cuál es el once ideal para el próximo Mundial de Alemania. Por el segundo, todos sabemos qué es lo que realmente debía haber concluido el Vaticano II, y qué es lo que realmente deberían decir todos los cardenales de la Curia. Pero esas dos tendencias no resultan especialmente peligrosas, mientras no degeneren en locura.
Eulogio López