Por eso son miembros del nuevo ateísmo, académicos de ringorrango los que quieren aprovechar la visita a Inglaterra y Escocia para encadenarle. Por cierto, ¿qué ocurriría si se salvara la inmunidad diplomática (a fin de cuentas, el Vaticano es un Estado muy especial, que casi no es Estado) y fuera detenido a instancias de un juez de Fleet Street? Pues no pasaría nada. ¿Ustedes ven a Obama, Sarkozy, Cameron, Merkel (esta a lo mejor sí, por aquello de ser alemán) o ZP enfrentándose a la instituciones británicas en defensa del Papa? El presidente norteamericano no dudaría en felicitar a los jueces británicos.
Centrémonos en Edimburgo, capital de Escocia. Escocia es la tierra de David Hume, y Hume es el hombre que llevó hasta el final, hasta su lógico final, la locura de la modernidad que iniciara aquel aprendiz de brujo llamado Descartes. Hume niega el principio de causalidad. Es lógico, el racionalismo no es sino la destrucción de la razón y el modernismo consiste en el irrazonable entierro del sentido común. El progresismo no terminó con la fe sino con la razón. La explicación de esa aparente paradoja está en Hume, un tipo inteligente: nos enseñó lo que ocurre cuando se prescinde de Dios: que se acaba prescindiendo del hombre. No, no quería enseñarnos tal cosa, pero el caso es que lo hizo.
También la tierra de Adam Smith, creador, en verdad el liberalismo, que no del capitalismo. Su estatua, en las cercanías del barranco sin río que constituye la arteria central de Edimburgo, nos recuerda sus premonitorias palabras: advertía don Adam que cuando veía una charla entre cuatro empresarios sabían que estaban conspirando para elevar los precios a los clientes. El padre del liberalismo fue mucho menos pelma que el padre del socialismo, don Carlos Marx. Se le entendía todo porque comprendió que la economía no es una ciencia sino un juego de intereses guiado por la generosidad o el egoísmo.
Escocia ha vivido siglos hermanada con Irlanda contra Inglaterra. El problema es que cuando Irlanda se independiza quiere volar sola, mientras Escocia sólo pretende marcar distancias con Inglaterra. No se puede forjar una nación en negativo. No una nación, ni ninguna otra cosa.
Los escoceses siempre han vivido divididos entre protestantes -en sus 1.000 modalidades- y católicos. Los católicos escoceses lo pasaron aún peor, que no sólo eran considerados traidores a Inglaterra, sino a la religión inglesa a la monarquía inglesa... y al paganismo que originó este rincón que ya ronda el círculo polar ártico.
Al final, el alma escocesa busca su nido y no lo encuentra. El escocés es tan grandioso como fatalista. No ha encontrado su sitio y ahora le han invadido mil tribus y mil teorías. Se lo explicaré con un ejemplo: Benedicto XVI se va encontrar en Edimburgo con una catedral. La de Santa María, donde los domingos se ofician cinco misas, tres en inglés y dos en polaco. Las dedicadas a los inmigrantes polacos son muchos más numerosas y alegres.
Sí, no es broma: los polacos, llegados desde el sureste de Escocia, a unos 3.000 kilómetros de distancia, han llevado su impronta, la impronta cristiana, a quien carece de ella.
Porque el problema de Inglaterra y Escocia, que tanto han aportado al mundo, no es lo que les sobra sino lo que les falta: un porqué para vivir.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com