La noticia me llega de Finlandia. Una anciana, que habitaba en un chalet, ubicado en una urbanización, dejó de pagar la comunidad de vecinos. El banco devolvía los recibos por falta de fondos. Tamaño desafuero no podía permitirse. Cuando menos, atentaba contra la necesaria solidaridad pecuniaria, una de la claves de la convivencia moderna. Así que, los responsables de la comunidad vecinal, muy a su pesar, se vieron obligados a prescindir del aséptico y muy higiénico contacto telemático, por lo general de índole bancaria y crematística, y recuperar los viejos contactos vis a vis, físicos, con todas sus implicaciones anímicas y todos sus riesgos para la armonía convivencial.
Así, que, haciendo de tripas corazón, una comisión de la Junta vecinal fue a visitar a la morosa interfecta. Y fue cuando el corazón se les volvió tripas dado que la encontraron muerta, y ligeramente descompuesta. Es lógico, cundo alguien ha fallecido siete meses atrás, los únicos que se alegran con la visión son los gusanos.
Pero Finlandia es, como digo, un país en estado de modernidad. Por ello, los sesudos periodistas que trataron el caso acudieron a donde siempre acude la modernidad, al conocimiento más higiénico, aséptico, rectilíneo e inhumano : la estadística. La estadística es una ciencia curiosa, que obedece dos aforismos casi axiomáticos. El primero afirma lo siguiente. El 90% de las estadísticas son falsas. Esta, también. La segunda, asimismo aplicada a la contabilidad, afirma que la estadística es una ciencia exacta, porque dice exactamente lo que uno quiere que diga. Por lo general, la estadística no busca la verdad, sino el récord, no es una ciencia, es un juego de lo más competitivo. Pues bien, hicieron bingo. La prensa descubrió que el récord de un cadáver sin descubrir, y no porque algún criminal lo hubiera ocultado, sino por las escasas relaciones familiares, afectivas o sociales del interesado, no estaba en siete meses, sino en siete años. Los hay misántropos.
Por cierto, este tipo de cosas no ocurren en los países pobres, donde la relación humana es intensa, donde la gente no paga los servicios por banco y donde los patios de vecinos son algo más que celdas individuales.
Una sociedad donde una anciana se muere y nadie la echa de menos en siete meses, y cuando le echan de menos es porque no ha pagado la cuota vecinal, da que pensar. Por eso, Rodríguez Zapatero, impulsor de la Alianza de Civilizaciones, ha alumbrado otra idea preclara: la ley de dependencia. Todos, no sólo los ancianos o los inválidos, somos dependientes de los demás. Está escrito en nuestro componente genético que el hombre es un animal social, pero, antes que eso, el hombre es un animal familiar (lo de racional no está tan claro). El Estado no es más que un derivado de la familia, pasando por los niveles intermedios del clan, la tribu y la ciudad.
Esta es la cuestión: la familia siempre ha sido la que ha cuidado de los dependientes, entre otras cosas porque unía el afecto a los cuidados. Y sigue haciéndolo. Ahora, a Zapatero se le ha ocurrido la genial idea de que el Estado sustituya a la familia vía mayores impuestos, claro está y más poder para el estamento político- y le ha llamado la cuarta pata del Estado del Bienestar (se supone que tras pensiones, educación y sanidad). Mejor sería, volvera apoyar la primera pata de la Sociedad del Bienestar, que siempre ha sido la familia. Si en los tiempos de 20% de paro de los años ochenta, la familia no hubiera soportado a sus miembros en paro, la transición política española hubiese acabado en estallido revolucionario o en un golpe militar. La familia fue el paracaídas.
Además, el Estado nunca podrá sustituirla. La razón es muy simple. En el mejor de los casos y ya es mucho suponer, el Estado podría aportar eficiencia y medios, sobre todo medios, a los dependientes. En el mejor de los casos, eso podría satisfacer sus necesidades primarias (lo dudo), pero jamás curar la pandemia que asola a Occidente: la soledad. O como decía aquella viejecita encerrada a un asilo-hospital: Sí, aquí me tratan con caridad, pero mi madre me trataba con cariño.
¿Se imaginan una huelga en el futuro Servicio de Atención al dependiente?
Eulogio López