Era natural de Magdala, gente no muy bien vista en Jerusalén para quien si todos galileos eran primitivos, los de la Decápolis del lago de Genesaret batían todas las marcas de vulgaridad y, puestos a concretar, los de Magdala eran considerados los campeones mundiales de la salvajada.
Es curiosa la imagen de esta mujer. Para tirios y troyanos, es decir, para quienes han leído y escuchado el Evangelio y para los que simplemente lo han oído, la Magdalena era una prostituta, cuando lo cierto es que los hagiógrafos no han hablado de tal condición. No, María de Magdala no era una meretriz sino una endemoniada. Hay dos tipos de endemoniados: los partidarios de Satanás, que tienen envenenada el alma –condición de la que todos los hombres participan en algún grado y algunos espíritus en todos los grados- y aquéllos a los que Satán ataca su cuerpo, los posesos, que es cosa bien distinta. Éstos pueden poseer intacta su alma: el Reino está poblado de ellos. Por ejemplo, a vuestros directores de cine sólo les interesan los segundos cuando lo verdaderamente preocupante son los primeros.
Las mujeres que permanecieron fieles a Jesús al pié de la cruz dejaron pasar el sábado para honrar el cuerpo del Maestro en la gruta del calvario. Sabían que de otra forma, el Sanedrín tendría excusa para atentar contra las reliquias del Maestro, por ejemplo, acusando a sus seguidores de profanar el sábado o de desobedecer al gobernador.
El relato del suceso más importante de la historia, la resurrección del Hombre-Dios ya lo conocéis. Pero quizás ignoráis algunos detalles. Por ejemplo, cuando la Magdalena y el grupo de mujeres leales salieron hacia la ladera del calvario, como era natural, pidieron a mi Señora Miriam que les acompañara:
-No -respondió ella-. Id vosotras. Yo ya he estado con él. Volveréis pronto.
No iban a una fiesta, así que la actitud risueña y hasta entusiasta de mi Señora les paralizó. Además, ¿cómo podía haber estado con Él? Mientras cubrían los 300 metros de camino, comentaban entre ellas si la madre del redentor no habría enloquecido de dolor. Cuando llegaron, y vieron removida la piedra, no se atrevieron a entrar y, aterradas, regresaron donde estaban los apóstoles. Se dirigieron a Miriam pero ésta no les dejó articular palabra. Señaló a Pedro y ellas se dirigieron al primado, que aún andaba corrido tras su momento de cobardía:
-Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde le han puesto.
Tampoco las mujeres comprendían, pero María, la madre de Santiago, pariente lejano del Maestro, miró a Miriam:
-Entonces, ¿tú lo sabías?
-Lo sabía sí, pero, ¿sabes tú lo que yo sé?
Quede para otro lugar los 40 días que aún pasó el Señor con sus discípulos tras resucitar. Yo sigo pensando en Pedro, sometido por el Señor a una triple demostración de fidelidad tras la triple traición del Sanedrín. A la tercera pregunta sobre su amor, aquella máquina de carne, rudo pescador, ofreció a la humanidad la más señera teología que jamás salió de labios humanos, aquélla que nos llenó de admiración a los ángeles, y rindió a patriarcas y profetas:
-Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
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Sonó el móvil y Adolfo lo cogió de inmediato. Se oyó una voz conspicua, a la que nadie hubiera osado interrumpir. Una voz propiedad de alguien que infundía respeto, que no necesitaba gritar para ser escuchado:
Soy Cristóbal, el espíritu encargado de tu custodia. Dentro de 10 segundos morirás
1.Primer segundo: recibir el mensaje.
2.Segundo: no puede ser cierto.
3.¿Y si lo fuera?
4.A ningún 'por si acaso' le fastidiaron.
5. Tengo que prepararme.
6- Señor, perdón.
7. ¿Perdón por qué?
8. Perdón por todo.
9. No tengo tiempo para recordar mis pecados pero sí para arrepentirme de ellos.
10. ¿Dónde estoy?
Los dioses parecen extraños a los hombres pero no lo son. El hombre fue creado a imagen y semejanza de su Hacedor, como un anfibio de materia y espíritu, así que cuando se topa con sus gemelos se da cuenta del papel que han tenido, y tienen, en su vida. Es entonces cuando el hombre se ve como realmente es, un dios aunque dependiente y entonces percibe cómo es realmente… ¡y se lleva cada susto!
Estás fuera del espacio y del tiempo, lo que significa que no puedes palparte un cuerpo que se quedó en el mundo. Algo parecido
A partir de ahí, el hombre piensa, y actúa en el pensamiento, que es lo suyo. Mal, como siempre, pero actúa. Descubre que su nueva vida no es más auténtica, es, sencillamente, la única vida que puede vivir, es su propia vida. Descubre que le ha sido dado el espíritu con medida, sí, pero lo posee. Por ejemplo, percibe que su alma, como todo lo numinoso, habita fuera del espacio y del tiempo aunque su cuerpo sea prisionero de ambos. Puede recordar, puede sentir, puede decidir, pues ha nacido de arriba. Un segundo es muy largo en el mundo sin materia, eterno como un acto de voluntad y tan corto e instantáneo como el presente.
Tras el tránsito, el cuerpo del hombre se separa del alma. No tienes cuerpo pero sigues siendo tú y el otro –y los otros- sigue siendo el otro –y los otros-. No tienes ojos pero contemplas cómo te miran los ojos de los que quedaron en el mundo de la materia; no tienes oídos pero escuchas a los otros, desde el Reino, que no es un lugar, escuchas a los del mundo, atrapados en lugares. Y no pierdes detalle de cuanto ocurre, pues no te molestan las interferencias que crean tus orejas, porque no hay orejas. En el mundo del espíritu no es necesaria la memoria, porque no hay tiempo, no es necesaria la inteligencia, porque estás dentro de la realidad y no necesitas conocer lo que te rodea, conoces cómo eres conocido, como eres tú y cómo son los otros; en el mundo de los espíritus sólo importa la voluntad, no existe la duda, no existe el equívoco.
Una novedad llamó mi atención: no me podía palpar mi cuerpo, que se había quedado atrás. Aquellos diez segundos habían sido muy largos, la agonía siempre lo es pero ya no los recordaba, los vivía. Un recorrido que lleva de la ignorancia a la sabiduría. Lo único que pensé fue en la nimiedad de todo lo que en el mundo me parecía grandioso, por ejemplo, la cultura y la ciencia.
No tienes cuerpo pero sigues siendo tú y el otro sigue siendo el otro. Y lo más divertido: el tiempo ha muerto pero sigues viendo el mundo, regido por el devenir, donde una cosa sucede a otra. En el Reino no necesitas ojos para ver pero contemplas cómo tus hijos cuidan tus ojos desde el otro lado. No tienes orejas, pero sí oídos, escuchas sin perder un detalle, sin las interferencias que, en el mundo, te impedían comprender. Especialmente a mí, Adolfo, el sordo del barrio en el Madrid de mis años en el mundo. Y sí, no tienes cuerpo, aunque sabes que lo recuperarás en el Nuevo Reino, pero posees libertad plena. Por ejemplo, ya no te mueves por el espacio, es el espacio el que se mueve por tí. No me pregunten cómo: si lo hacen, no sabré responder pero yo sé lo que me digo y lo que me pienso. Entonces viví aquellas palabras: "lo nacido de carne, carne es; lo nacido del espíritu, es espíritu".
-Aquí, en el Reino, no son necesarias las presentaciones. Soy tu ángel guardián, el que ha estado a tu lado toda la existencia, allá en la Tierra.
-Claro –respondí, sin necesidad de mover los labios que había dejado atrás- ¿Así que era esto?
-Sí, era esto, lo era también cuando dudabas de que fuera yo quien te susurrara. Y era el mismísimo Creador, tuyo y mío, quien te hablaba… y sobre El que también dudabas. No sabes lo útil que te será ante el Tribunal aquella jaculatoria tuya, que alguien dijo cuando la plenitud de los tiempos: Señor, creo, pero aumenta mi pobre fe.
-Eso está bien. Lo bueno del Evangelio es que no se preocupa del 'copyright'. Lo bueno del Evangelio es que es gratuito.
-Siempre fuiste gracioso, pero, a tu lado, los miembros del Tribunal que va a juzgarte son verdaderos profesionales de la ironía y de la humildad, o sea, de la verdad. Sólo saben que Dios te concedió dos mercedes: la vida y, a renglón seguido, su significado. Y ahora los jueces se disponen a pedirte cuentas de cómo los has utilizado.
-Y el hombre nace de nuevo cuando acepta los regalos.
-O muere de ingratitud. El Único no desea que le amen robots sino hombres que pueden optar por despreciarle, seres que le aman porque les da la realísima gana.
-El hombre es libre, puede elegir entre amarle u odiarle.
-¡Qué gran filósofo tenemos en ti, Adolfo –se burló mi ángel- pero recuerda que el futuro del hombre no depende de lo que él piense del Creador sino de lo que el Creador piense de él.
-Tu nombre es Cristóbal.
-Ese sólo es el nombre que tú me pusiste, aunque siempre he pensado que economizaste esfuerzos al buscarme un apodo.
-Pues a mí me pareció original, elegante. Procede del griego Χριστ?φορος (Khristóphoros), es decir, el que lleva a Cristo.
-Y eso ya lo sabías cuando me bautizaste.
-No tenía ni la menor idea, ciertamente, pero recuerda que debes aceptar el nombre que yo decidí.
-Tú no serás de Bilbao, por casualidad.
-No tenía ni la menor idea de lo que significaba, es cierto. Lo he sabido ahora mismo y no sé cómo lo sé. A lo mejor es que fui educado en colegio de pago pero sólo ahora me he dado cuenta de lo mucho que aprendí.
-Seguramente será eso –Luego cambió de tono y se puso serio-. El Tribunal te espera.
Iba entendiendo mi nuevo mundo. No existe el asombro en el más allá pero si la sorpresa, porque todo es nuevo y todo es viejo. Me encontré ante un Tribunal donde no había sitios para los jueces ni banquillos para los acusados. La autoridad emanaba sin protocolo, porque en aquel tribunal, a diferencia de los del mundo, y puedo asegurar que los sufrí con insistencia, el procesado no duda de la justicia del fallo, tampoco los condenados. No había abogado ni fiscal y lo gracioso es que el juez era un mero coordinador. Era el reo quien dictaba sentencia y la ejecutaba sin resistencia alguna. En el mundo eliges, en el Reino actúas. Allí, la libertad deja de tener sentido. La libertad termina en el mismo momento del tránsito, porque la libertad se ejerce en el devenir y ya no hay devenir.
No había abogado ni fiscal pero, eso sí, una gran multitud, inmensa, incontable, asistía a la vista. ¿Por qué los sentía, los identificaba y los escuchaba si no podía verlos, oírlos ni tocarlos? Dudaba sobre si eran hombres o ángeles, sí, porque los hombres, en el Reino, se parecen mucho a los ángeles. La más grandiosa multitud que vieron los tiempos, reunidos allí para asistir a la vista de un ignorado por el mundo. Toda la humanidad pasada y presente, no así la futura –otro misterio provocado por la ausencia de tiempo- que, encima, ya conocían la pruebas a favor y en contra del juzgado.
Me costó determinar si el presidente del Tribunal era hombre o ángel. Creo que era ángel, porque hablaba como Cristóbal:
-Has guardado la fe, Adolfo, pero tu caridad era mezquina. No confiabas en el único.
-Sí confiaba en él, a él me dirigía cuando rezaba -me defendí, mientras la multitud ensayaba una sonrisa. Al parecer, acudir a los juicios constituía una de las diversiones favoritas del Reino.
-Con algunas pocas excepciones, cuando te dirigías a tu Creador pronunciabas palabras, pero tu espíritu poco sentía.
-Pero yo le amaba, me abandonaba en sus manos.
-No, en la mayoría de las ocasiones le humillabas con tu indiferencia, siempre pendiente de las criaturas. Decías amarle pero has amado poco al que te dio todo, también la vida, y, con ello, te has maltratado a ti mismo.
-Pero yo quería quererle.
-Te lo concedemos –terció otro miembro del Tribunal- pero has sido un ingrato. "Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo unigénito para que todo el que cree en Él no perezca". Tú, ¿Qué has dado a cambio de esa entrega?
-Entonces –pregunté-, ¿qué es el amor?
-Amar –me respondió otro miembro del Tribunal- es estar dispuesto a morir antes que a matar.
-¿Y si uno no tiene coraje para ese heroísmo?
-Estos héroes toman el coraje prestado de su Creador, el coraje que les otorga abandonarse en las manos del Único. Ningún humano, ningún espíritu, posee ese valor, su osadía es un préstamo. Los homicidas son los cobardes que se han dejado llevar por su ira, los que no han vuelto a nacer del Espíritu. No estás aquí por lo que has hecho sino por lo que has permitido que Él haga en ti. Ojalá le hubieses dejado hacer mucho más.
Me erguí como si fuera un resorte:
-Le he amado más que a nadie en toda mi vida.
El nuevo murmullo de sonrisa me llamó al orden:
-De acuerdo, amante. Aceptamos que querías quererle. Por eso estás aquí. Ahora te vamos a enseñar a amarle de veras. Y ya sabes que el precio del amor es el dolor.
Intervino otro miembro del Tribunal:
-Por ello, aún permanecerás un tiempo entre el mundo y el Reino, para purificarte de todo lo que no hiciste mientras preferías matar a morir.
Fue el preludio de mi sentencia, que podía imaginármela terrible. Es curioso, la sensación de realidad del Reino. En el mundo vivimos el espejismo de creer sólo en lo que ves pero en el fondo estamos dudando siempre de lo que vemos. Aquí, en el Reino, por el contrario, nunca dudas de lo que no ves. En ese momento, sentí la presencia, más visible que lo visible, de tantos familiares y amigos muertos, aquellos pensadores que conformaron mi mundo intelectual –intelectual o algo parecido-, los escritores que tanto admiré… y también dí un repaso a los políticos y banqueros ausentes.
Y entonces comprendí –estaba comprendiendo muchas cosas de golpe- que la historia no es un capricho de Dios sino un capricho del hombre y que había ocurrido lo que tenía que ocurrir cuando la única regla del juego es la libertad que Dios nos otorgó. Lo propio del mundo es el aprendizaje para saber elegir la verdad y el bien, apenas entrevistos en un paisaje velado por el error y las pasiones. Lo propio del Reino es la certeza aprehensible. En el mundo se duda, en el Reino se vive y la discusión no existe. La libertad ha terminado, la virtud también y comienza la plenitud o la melancolía, el todo o algo peor que la nada: la desesperación.
También comprendes que el motor de la humanidad es su confianza en el Redentor que sostiene el universo. Lutero tenía razón: te salvas por la fe, no por las obras. Lo que no comprendía aquel irascible agustino es que la única obra de la que el hombre es capaz es la fe, la confianza en Cristo. No os diré si vi a Lutero allí, me ata el secreto profesional.
Además, el juicio terminó, el tribunal se difuminó, al igual que todos los presentes, salvo mi ángel amigo. De pronto, me encontré donde no quería estar, un internado de tortura, lo más desagradable que había visto nunca. Sin embargo, tuve una sensación extraña: aquello era dolor sin temor, se siente el terror pero lo mitiga la esperanza. En plata: lo único bueno de aquel espantoso espacio en el Reino sin espacio, era que tenía fecha de caducidad. Aquella especie de asfixia permanente que se sufre, próxima al ahogamiento, sólo se puede resistir en la convicción, aún más poderosa, de que no culminará con tu muerte sino con tu resurrección. Eso la convierte en más llevadero pero no en más agradable. La asfixia sin ahogamiento procede de los recuerdos vergonzantes del mundo.
Aquel debe ser el único rincón del más allá donde el tiempo aún seguía existiendo o, al menos, sintiéndose. En ese espantoso receptáculo aún hay otro lenitivo para soportar la angustia: la convicción de que estás donde debes estar, de que la sentencia fue justa y hasta deseada: yo me hubiera impuesto el mismo castigo. Así me di cuenta de que lo que provoca dolor en el mundo, al menos en las criaturas aproximadamente racionales, no es la ofensa, sino la ofensa que se percibe como injuria, es decir, como injusta. Cuando sabes que te mereces un castigo, lo afrontas, por muy duro que sea.
Además, no estaba sólo en aquella desolación, Cristóbal me acompañó allí y compartió, si no el dolor, que no podía, sí mi soledad. La presencia de aquel espíritu imponente era como el salvavidas en aquel naufragio.
Además, había olvidado algo, que Cristóbal se encargó de recordarme: Llevaba conmigo un salvoconducto: aquella medalla escapulario que llevé colgado al cuello durante toda mi vida, y por la que no era tratado con la dureza que percibía en otros compañeros de prisión, que observaban con envidia a quien estaba llamado a ser protegido por la Emperatriz del Reino, por Mi Señora Miriam.
Todo era como un campo yerto y gris, donde sólo había dos sensaciones: frío y sed. Y lo más terrible: la consciencia de la propia maldad. Aquí he conocido el mal, en toda su espantosa profundidad, sólo que no era el mal, sino mi maldad, el que venía conmigo. No estoy hablando del pecado, hablo de mis pecados, pues en el mundo tan peligroso resulta la presunción como la desesperación.
Sin embargo, nadie podía robarme la convicción de que, más allá de aquel horrible paisaje, corría un río, ladeado por las verdes riberas que todo hombre soñó alguna vez, cuyas aguas fluyen hasta la misma línea del horizonte, hasta la resurrección definitiva… para nunca más morir.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com